Explora cómo el activismo ideológico puede ser una proyección de patologías personales, destruyendo el ser en nombre de una causa colectiva.
Existe una extraña y peligrosa sed en el espíritu humano, un anhelo de disolverse en algo más grande que el yo individual. Es una aspiración que puede conducir a la más sublime entrega o a la más abyecta de las esclavitudes. Cuando esta hambre de propósito no se sacia en las fuentes de la sabiduría interior, busca alimento en el mundo exterior, y a menudo encuentra el banquete más tentador en la mesa de la ideología. Es aquí donde el individuo, buscando su salvación, encuentra con demasiada frecuencia la aniquilación de su ser, transformándose en el vehículo de fuerzas que no comprende, en un actor convencido de su virtud mientras representa la tragedia de su propia desolación.
Si existe un estado del ser caracterizado por el repliegue sobre la propia esfera, la antítesis no es, como podría suponerse, una virtud luminosa, sino una forma distinta de oscuridad. Es el estado del alma que se entrega por completo al dominio de lo público, que fusiona su identidad con una causa colectiva hasta el punto de que no queda espacio para el santuario interior. Este es el individuo poseído por la ideología, el activista cuya existencia entera se convierte en un acto político. Su vida no le pertenece; pertenece a la narrativa que ha adoptado, a la cruzada que le da un nombre, un enemigo y una embriagadora sensación de certeza moral. Pero esta certeza es un veneno. La historia no susurra, sino que grita, que las mayores catástrofes humanas no fueron orquestadas por hombres absortos en sus asuntos privados, sino por aquellos convencidos de poseer un mapa infalible hacia el paraíso terrenal. Armados con la rectitud de su causa, se otorgan permiso para arrasar el presente en nombre de un futuro abstracto, para sacrificar a los seres humanos de carne y hueso en el altar de una humanidad idealizada que solo existe en su mente.
El mecanismo de esta posesión es profundamente psicológico. La ideología ofrece un refugio irresistible para una conciencia que no soporta su propio vacío. Proporciona una estructura prefabricada de significado, un guión simple para un mundo complejo, dividiéndolo nítidamente en héroes y villanos, oprimidos y opresores, justos y equivocados. Para aquel que se siente insignificante, le ofrece la pertenencia a un ejército de virtuosos. Para el que alberga resentimiento, le da un lenguaje noble para su envidia, llamándola "lucha por la igualdad". Para el que está carcomido por el miedo, le promete un sistema de control total bajo el disfraz de la "seguridad colectiva". La esfera pública se convierte así en un vasto lienzo sobre el que se proyectan los dramas no resueltos de la vida interior. El activista que clama por la pureza del mundo a menudo está huyendo de su propia impureza interna. Aquel que busca desmantelar todas las estructuras de poder externas puede estar luchando contra los tiranos que habitan en su propia psique. El compromiso político, lejos de ser un acto de servicio desinteresado, se transforma en el escenario perfecto para que los demonios personales se vistan con el ropaje del bien común y libren sus guerras a través de la sociedad.
La consecuencia inevitable de esta total politización de la existencia es la muerte de lo privado. Cuando el lema es que "todo es político", ninguna parcela del ser queda a salvo de la invasión. Las relaciones personales dejan de ser un fin en sí mismas para convertirse en alianzas o transacciones ideológicas. El arte ya no se valora por su belleza o verdad, sino por su mensaje y su utilidad para la causa. El pensamiento mismo se somete a una vigilancia constante, una autocrítica feroz para extirpar cualquier desviación de la ortodoxia. El individuo renuncia a la complejidad, a la ambigüedad y a la maravillosa contradicción que define al ser humano, aplanándose para encajar en la silueta bidimensional que la ideología le exige. En su afán por salvar al mundo, destruye lo único que posee para experimentarlo: un yo auténtico, autónomo y soberano. Sacrifica su alma en un intento desesperado por rediseñar la de los demás.
El camino de salida de esta prisión autoimpuesta no es una retirada cobarde hacia el polo opuesto, sino un valiente descenso al interior de uno mismo. La solución no es encontrar una ideología "mejor", sino desidentificarse de toda ideología. Requiere un acto de sinceridad radical. Observa en ti la necesidad de tener razón, el placer secreto que obtienes al condenar al "enemigo", la forma en que la indignación te hace sentir vivo y con propósito. Confronta el resentimiento que se esconde detrás de tu discurso sobre la justicia. Reconoce el miedo que alimenta tu deseo de control. Este primer paso es el de la comprensión sin adornos. El segundo es el de la lucidez sostenida: mantener esa visión clara, sin justificarla, sin racionalizarla, simplemente observando el mecanismo en su crudo funcionamiento. No luches contra él, no intentes "arreglarlo". Simplemente, ilumínalo con el foco de tu atención ininterrumpida. Es esta conciencia pura y sostenida la que actúa como un agente disolvente. La energía que antes alimentaba el motor de la ideología se retira y vuelve a su fuente, disponible ahora para el trabajo real: la construcción de un individuo integrado. La verdadera virtud no reside en ninguno de los extremos, ni en la indiferencia del yo ni en la tiranía del nosotros. Reside en el tenso y sagrado equilibrio de un ser que ha puesto en orden su propio mundo interior y, solo entonces, actúa en el mundo exterior desde un lugar de plenitud, no de carencia.
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