La Guerra Civil Molecular es la disolución interna de una sociedad, una violencia atomizada y sin ideología que reemplaza el conflicto clásico.
Hay una forma de guerra que no se anuncia con el estruendo de los cañones ni con el avance de ejércitos uniformados. No desgarra a una nación en dos mitades limpias, sino que la disuelve desde dentro, célula a célula, como una enfermedad invisible que corroe los tejidos del pacto social. Es un conflicto que no tiene frentes, pero sí innumerables epicentros de violencia; no tiene grandes causas, pero sí una infinidad de pequeños odios. No es la fractura de un Estado, sino su licuefacción, la lenta pero inexorable descomposición del orden en una miríada de fragmentos hostiles que ya no reconocen un centro común. Esta es la guerra silenciosa de nuestro tiempo, la guerra molecular, y su campo de batalla es la vida cotidiana.
El entendimiento humano tiende a buscar patrones familiares en el caos. Cuando pensamos en la fractura interna de una nación, evocamos imágenes de un conflicto claro y definido, una guerra civil en su acepción clásica. Visualizamos dos bandos organizados, cada uno con su mando, su territorio y su bandera, luchando por el control del aparato estatal. En esa forma de guerra, el propio ejército, la columna vertebral del Estado, se quiebra, y una mitad se enfrenta a la otra en un duelo a muerte por el futuro del todo. Es una tragedia a gran escala, un evento cataclísmico con un principio, un desarrollo y un final discernibles, ya sea mediante la victoria de una de las partes o a través de un extenuante acuerdo de paz. Las motivaciones, por equivocadas que puedan ser, son al menos reconocibles: una ideología, un anhelo de secesión, la defensa de una fe o la instauración de un nuevo orden político. Es una guerra por algo, por una idea de lo que la nación debería ser.
Sin embargo, las formas del conflicto evolucionan junto con la conciencia y la estructura de las sociedades. En la era que llamamos posmoderna, caracterizada por la disolución de las grandes narrativas y la fragmentación de las identidades, ha surgido una nueva modalidad de guerra interna, mucho más sutil, difusa y anárquica. Es la guerra civil molecular. Este fenómeno ya no se manifiesta como un enfrentamiento masivo y organizado, sino como una erupción descentralizada y multifocal de violencia. No es un cuerpo que se parte en dos, sino un organismo que sufre una metástasis de caos. Los combatientes ya no son ejércitos, sino "moléculas" sociales: bandas criminales, milicias étnicas o religiosas, señores de la guerra locales, grupos extremistas atomizados, e incluso facciones corruptas del propio aparato de seguridad estatal.
La característica más profunda y perturbadora de esta nueva forma de conflicto es su vaciamiento ideológico. La violencia no se ejerce en nombre de una gran causa o un proyecto alternativo de sociedad. Su motor es mucho más primario y visceral: la codicia, el saqueo, el control de un territorio minúsculo para establecer un feudo personal, el resentimiento puro o, simplemente, el ejercicio del poder por el poder mismo. Es una guerra sin honor y sin gloria, donde no hay héroes ni mártires, solo perpetradores y víctimas. El objetivo ya no es conquistar el Estado para reformarlo, sino parasitar sus restos en descomposición, creando zonas liberadas donde la única ley es la del más fuerte.
En este nuevo paradigma, el campo de batalla se traslada del campo a la ciudad. Las metrópolis, con su densidad, anonimato y complejidad, se convierten en el ecosistema perfecto para esta violencia esporádica y errática. No existen líneas de frente ni retaguardias seguras; el conflicto puede estallar en cualquier calle, en cualquier barrio, en cualquier momento. La violencia se vuelve un espectáculo mediático, una pornografía del horror difundida por redes sociales para aterrorizar, para paralizar, para demostrar que el orden ya no existe. La respuesta de la población no es la movilización patriótica, sino la retirada interior: la apatía, el cinismo y el instinto de "sálvese quien pueda".
El proceso de disolución que conduce a este estado no es súbito, sino gradual, una secuencia de fallos sistémicos que se retroalimentan. Comienza con una fase de crisis crónica, una "falsa normalidad" en la que los problemas fundamentales de la sociedad ya no se resuelven. La gente intenta seguir con su vida, pero una sensación de impotencia y desconfianza hacia las instituciones se instala permanentemente. El Estado, incapaz de cumplir sus funciones básicas de proveer seguridad y bienestar, sufre una hemorragia de legitimidad. Los ciudadanos sienten que el pacto social ha sido roto: ellos cumplen con sus deberes, pero el Estado no cumple con los suyos.
Esta crisis de legitimación engendra una cultura de la transgresión. El respeto a la ley se erosiona, pues la ley ya no se percibe como un marco justo, sino como un instrumento de un poder fallido o corrupto. Este es el caldo de cultivo para la siguiente fase: la crisis de seguridad. El aparato estatal comienza a replegarse. Aparecen zonas fuera de límite, barrios enteros donde la policía no se atreve a entrar, territorios de facto gobernados por otros poderes. Es aquí donde surge una de las paradojas más trágicas de la guerra molecular. Ante el vacío dejado por el Estado, los ciudadanos de bien, desesperados por la inseguridad, comienzan a organizar su propia autodefensa. Crean patrullas vecinales, cierran sus barrios con seguridad privada, y en última instancia, toman la justicia por su propia mano.
Aunque nacido de una necesidad legítima, este acto de autodefensa es el golpe de gracia para el monopolio estatal de la violencia. Al tomar las armas para protegerse, la sociedad civil, sin quererlo, certifica la defunción del Estado. Cada grupo que se organiza para su propia seguridad se convierte en una molécula más en el caos general, fragmentando aún más la autoridad y creando nuevos frentes en una guerra de todos contra todos. La misma energía que busca restaurar el orden acaba acelerando la anarquía. Los "buenos" y los "malos" se vuelven indistinguibles en su operatividad fuera de la ley, y el conflicto entra en su fase más virulenta, donde los combates esporádicos entre las distintas facciones se convierten en la nueva normalidad.
El desenlace de este proceso es incierto. La anarquía extrema es insostenible a largo plazo. De sus cenizas puede surgir un intento de regenerar el viejo Estado, a menudo bajo una forma autoritaria que impone el orden por la fuerza bruta. O bien, la atomización puede llegar a un punto crítico en el que las moléculas más grandes y organizadas finalmente se coaliguen, transformando el caos molecular en una guerra civil clásica, como si la enfermedad finalmente se manifestara en un tumor visible. Lo que resulta evidente es que este tipo de conflicto es la sombra que se cierne sobre cualquier sociedad que ha perdido su cohesión interna, su relato unificador y la confianza fundamental en sus propias instituciones. Observar los síntomas —la polarización tóxica, la deslegitimación del Estado, la proliferación de grupos armados y la normalización de la violencia esporádica— es esencial para comprender la fragilidad del orden que damos por sentado.
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