Qué es el Infierno: La Ley Universal del Magnetismo Psicológico y la Purificación Cósmica

El infierno no es un castigo, sino una ley natural de afinidad psicológica donde el estado interior se convierte en la única realidad.

Para abordar una comprensión cabal de lo que son los reinos infernales, es imperativo desmantelar, ladrillo por ladrillo, el edificio de fantasías y terrores con el que las religiones tradicionales han amurallado este concepto. La imagen de un lugar de castigo eterno, gobernado por una entidad vengativa que inflige tormentos arbitrarios a las almas, es una simplificación tan burda que obstruye por completo el acceso a la verdad. No existe tal juicio externo, ni un fiscal cósmico, ni un verdugo divino. El infierno no es un castigo en el sentido humano de la palabra —es decir, una pena impuesta por una voluntad sobre otra—. Es, en cambio, una ley. Es una consecuencia funcional, tan inevitable, impersonal y automática como la ley de la gravedad. Un objeto con masa, al ser soltado en un campo gravitatorio, no cae porque el planeta lo odie o porque el vacío lo rechace; cae debido a su propia naturaleza, a su propia masa, en respuesta a una ley fundamental del universo. Nadie lo castiga; su propia condición determina su trayectoria. De manera análoga, un ser no "va" al infierno porque alguien lo envíe allí; se sumerge en los estados infernales debido a su propia "densidad psicológica", a su propio peso interior, en obediencia a leyes de afinidad y correspondencia que son tan ineludibles como las que gobiernan el movimiento de las estrellas.

Para localizar la raíz de este proceso, es necesario primero comprender la naturaleza del mundo en el que existimos. El plano físico tridimensional posee una cualidad fundamental que lo convierte en una escuela de aprendizaje sin parangón: la inercia. Los procesos aquí son lentos, graduales y están mediados por la materia. Si un individuo alberga un pensamiento de odio intenso, ese pensamiento no materializa instantáneamente un monstruo en la habitación. Si experimenta una oleada de resentimiento, las paredes no empiezan a supurar amargura. Existe un desfase, un amortiguador entre el mundo interior de la causa (pensamientos y emociones) y el mundo exterior del efecto. Esta lentitud es una bendición pedagógica. Ofrece al individuo un espacio para la reflexión, la observación y la rectificación. Permite ver el brote de una inclinación negativa antes de que se convierta en un árbol de acciones destructivas. Es un campo de entrenamiento donde las consecuencias no son inmediatas, dando tiempo para aprender a manejar las fuerzas internas. Se puede sentir ira y elegir no actuar; se puede sentir envidia y trabajar para transformarla en admiración. El mundo físico es, por diseño, un laboratorio de crecimiento, una oportunidad única para la consciencia de observarse a sí misma en acción sin ser inmediatamente consumida por sus propias creaciones.

Esta condición protectora se desvanece por completo en el momento en que se abandona el vehículo físico. Los mundos o dimensiones no-materiales operan bajo una ley distinta: la de la manifestación instantánea. En estos planos, el pensamiento y el entorno no están separados por el velo de la materia densa. Son, en esencia, la misma cosa. Un estado interno se proyecta y se convierte inmediatamente en la realidad externa que lo envuelve. No es que uno "sienta" miedo en un lugar oscuro; el miedo es el lugar oscuro. La tristeza no es una emoción experimentada dentro de un paisaje desolado; la tristeza es el paisaje desolado. La experiencia humana más cercana a este fenómeno es el sueño. Durante el sueño, y especialmente en las pesadillas, cada individuo experimenta de primera mano la naturaleza de estos mundos de manifestación instantánea. Una ansiedad latente se transforma en un perseguidor sin rostro. Una inseguridad profunda se convierte en la sensación de caer a un abismo sin fin. El terror que se siente en una pesadilla es completamente real para la consciencia que lo experimenta. Sin embargo, existe un mecanismo de escape: el cuerpo físico. El sonido de un despertador, una sacudida, o la propia intensidad del terror, pueden hacer que la consciencia se repliegue y "despierte" en la seguridad del mundo físico. El cuerpo es el ancla, el puerto seguro al que siempre se puede regresar. Es preciso, entonces, realizar un ejercicio de imaginación fundamental: ¿qué sucede cuando se tiene una pesadilla, pero ya no existe un cuerpo físico al cual despertar? Esa es la definición operativa y fenomenológica del infierno. Es la inmersión en un estado de sueño negativo, auto-generado por la propia psicología, del cual no hay escapatoria física. El ser queda atrapado en la proyección de sus propios contenidos interiores no resueltos, en un bucle de realidad subjetiva que se ha convertido en su única y objetiva prisión.

Una vez que la consciencia opera en este entorno de manifestación inmediata, entra en juego una segunda ley universal: la ley de afinidad magnética. Al igual que las limaduras de hierro se alinean y aglomeran inevitablemente alrededor de un imán, o como las gotas de aceite dispersas en el agua tienden a fusionarse en una única masa, las consciencias que vibran con la misma frecuencia psicológica son atraídas unas a otras de forma inexorable. Esto no es una figura retórica, sino una descripción literal de un proceso físico-metafísico. Un individuo cuya psicología está dominada por el odio, al desencarnar, no simplemente encuentra a otros seres odiosos. Es atraído gravitacionalmente hacia una región dimensional que está constituida por la suma total de todas las vibraciones de odio. Y una vez allí, el proceso no se detiene. Las unidades de consciencia fragmentada, los agregados psicológicos del odio, se fusionan. Se pegan, se adhieren unas a otras formando conglomerados monstruosos de sufrimiento colectivo. La experiencia para el alma atrapada en una de estas aglomeraciones es indescriptiblemente atroz. No es una coexistencia; es una compenetración forzada. Cada fragmento de consciencia no solo siente su propio odio, sino que es inundado por el odio de millones de otros seres con los que ahora forma una única entidad psicológica. Es una claustrofobia del alma, un hacinamiento de la consciencia donde no hay espacio para el ser. El sufrimiento se amplifica exponencialmente, ya que el dolor de cada parte resuena y se multiplica en el todo.

Existen regiones enteras formadas por la fusión de la lujuria, donde el deseo insatisfecho se convierte en un tormento cíclico y devorador. Hay océanos de tristeza y autocompasión donde las almas se ahogan en su propia melancolía colectiva. Hay continentes de orgullo petrificado, donde los seres permanecen aislados en su propia arrogancia, incapaces de conectar, pero aun así aplastados por la presión de la soberbia circundante. La vergüenza, en particular, se convierte en un fuego devorador. La consciencia, ahora plenamente lúcida de su estado y de las oportunidades perdidas, siente una vergüenza tan profunda ante la luz de la verdad que esta emoción se convierte en el "fuego que no quema", un tormento puramente espiritual y moral mucho más doloroso que cualquier llama física. La incapacidad de soportar la luz de la realidad, la ceguera autoimpuesta, es la característica definitoria de estos estados. No es que el conocimiento sea negado desde fuera; es que el alma, no acostumbrada a la introspección y a la verdad, experimenta la claridad como un dolor insoportable, huyendo de ella y sumergiéndose aún más en la confusión de su propia creación. El verdadero castigo es la exclusión auto-infligida de la comprensión, la condena a vivir en la duda y el dolor sin entender su causa.

Observado desde una perspectiva limitada, este panorama parece un diseño de crueldad infinita. Sin embargo, desde una visión cósmica y funcional, el proceso infernal tiene un propósito necesario, aunque terrible: la purificación a través de la desintegración. Es un mecanismo de reciclaje fundamental para el equilibrio del universo. La naturaleza en el mundo físico nos ofrece una analogía perfecta. Cuando un árbol cae en un bosque, no permanece intacto para siempre. Fuerzas naturales —hongos, bacterias, insectos, la presión de la tierra, la humedad— comienzan un lento pero implacable proceso de descomposición. El árbol es desintegrado, reducido a sus componentes más elementales, que luego nutren el suelo y permiten que nueva vida surja. El proceso es destructivo para la forma del árbol, pero es esencial para la vida del ecosistema. El "ego", esa compleja estructura de agregados psicológicos (ira, envidia, codicia, pereza, orgullo, etc.) que un individuo construye a lo largo de sus vidas, es análogo a una madera antinatural, petrificada y tóxica. Durante la existencia física, el individuo tiene la oportunidad de desintegrar voluntariamente esta estructura a través del trabajo consciente sobre sí mismo, a través de la auto-observación y la comprensión profunda de sus mecanismos internos. Si este trabajo no se realiza, la naturaleza se encarga del proceso de forma automática. El infierno es el sistema de compostaje del cosmos. El inmenso sufrimiento, la fricción constante de un agregado contra otro en esas fusiones monstruosas, la presión psicológica insoportable, todo ello actúa como las fuerzas de la naturaleza, moliendo, pulverizando y disolviendo lentamente esas estructuras egoicas a lo largo de ciclos de tiempo que desafían la imaginación humana.

El objetivo final de este largo y doloroso proceso no es la aniquilación del Ser, de la esencia divina, sino la aniquilación completa de la prisión que el propio ego había construido a su alrededor. Cuando, tras eones de esta trituración, el último agregado psicológico se ha disuelto, la esencia queda libre. Emerge pura, inocente, con todas sus potencialidades intactas, pero sin el lastre de sus creaciones negativas. A este evento se le conoce como la Muerte Segunda. No es la muerte del alma, sino la muerte definitiva del ego. Una vez liberada, esa chispa de Consciencia puede reiniciar un nuevo ciclo evolutivo desde el punto más básico del reino mineral, para volver a ascender a través de los reinos de la naturaleza. Es un reseteo cósmico, una restauración del equilibrio que garantiza que ninguna porción de la Consciencia permanezca atrapada indefinidamente en el error. Un error fundamental es proyectar el infierno únicamente como un lugar post-mortem. La verdad es que los reinos infernales existen como una dimensión paralela, y su influencia se siente aquí y ahora, dentro de la psique de cada individuo. El subconsciente e inconsciente humano son, en sí mismos, un microcosmos de estas regiones. Contienen todos los estratos de brutalidad, animalidad y perversión que caracterizan a los mundos sumergidos. Estos son los infiernos atómicos del ser humano. Cada vez que un individuo es secuestrado por una ira incontrolable, pierde la consciencia de sí y se sumerge momentáneamente en su propio infierno atómico de la violencia. Cada vez que es consumido por la envidia, desciende a un pequeño abismo de amargura y resentimiento. Los estados de depresión profunda, de ansiedad paralizante, de lujuria obsesiva, no son meros "malos humores"; son breves incursiones en estas regiones internas que, después de la muerte, se convertirán en un hábitat permanente si no son transformadas. El mundo exterior es a menudo un espejo de esta realidad interior. Barrios enteros de una ciudad pueden vibrar con una energía de miedo y violencia, convirtiéndose en manifestaciones físicas de un estado infernal colectivo. Por el contrario, existen lugares donde la paz y la armonía son palpables. Como es adentro, es afuera. La geografía del planeta refleja la geografía de la psique humana.

En este contexto, es crucial reinterpretar las figuras mitológicas asociadas al infierno, no como entidades externas, sino como principios operativos dentro de la propia consciencia. La figura del Diablo, por ejemplo, encuentra su verdadera identidad en la etimología de la palabra (del griego diabolos), que significa "el que separa" o "el que calumnia". No es un ser con tridente. Es la fuerza de la fragmentación psicológica dentro de cada individuo. Es la multiplicidad de nuestros agregados internos, cada uno con sus propios deseos y voluntades, que nos mantienen en un estado de guerra civil permanente. El agregado que quiere ser disciplinado lucha contra el agregado perezoso. La parte que anhela la paz sabotea las relaciones con arranques de ira. Este conjunto de contradicciones, esta legión de impulsos discordantes, es el verdadero adversario, el diablo personal que reside en el interior. De forma complementaria, el arquetipo de Lucifer es aún más profundo. Su nombre significa "Portador de Luz" (Lux-Ferre). No representa el mal absoluto, sino la tentación como prueba y el espejo de la propia oscuridad. Es la fuerza que, al presentar una tentación, nos obliga a tomar consciencia de una debilidad que no conocíamos. Un atleta no desarrolla su fuerza levantando aire, sino luchando contra la resistencia del peso. Lucifer es esa resistencia psicológica, esa sombra proyectada por nuestra propia luz interior que nos desafía a ser más fuertes, más conscientes. Es el guardián del umbral que nos obliga a confrontar nuestras propias impurezas antes de poder ascender. Para conquistar el tesoro de la autorrealización, es necesario descender voluntariamente a los propios infiernos atómicos, enfrentarse al "dragón" de las pasiones y robarle su fuego, es decir, transformar la energía de la tentación en fuerza para el alma. El infierno, por tanto, no es un destino decretado, sino una trayectoria elegida. Se construye momento a momento con la calidad de nuestros pensamientos, emociones y acciones. El trabajo de purificación interior, el esfuerzo por conocerse a sí mismo y disolver los agregados que conforman el ego, no es una cuestión de moralidad religiosa, sino de física trascendental. Es el acto de aligerar el propio peso psicológico para evitar la inevitable inmersión en las densas regiones de la realidad, regidas por la ley de la consecuencia.

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