El Círculo Incesante: La Mecánica del Retorno y la Repetición de la Vida

El universo se basa en ciclos de retorno. La vida humana repite sus dramas vida tras vida hasta que la consciencia despierta y rompe el patrón.

Comencemos por observar lo evidente, aquello que se despliega ante la mirada sin necesidad de interpretación. El universo, en su vasta e incomprensible majestad, se fundamenta en un principio de una simplicidad abrumadora: el ciclo. La existencia no se mueve en una línea recta hacia un final desconocido, sino que danza en círculos, en espirales, en ritmos que retornan una y otra vez sobre sí mismos. Este principio no es una teoría abstracta, sino un hecho observable.

Cada veinticuatro horas, el planeta completa una rotación, trayendo de vuelta la luz del día después de la oscuridad de la noche. Es un retorno tan fiable que sobre él se ha construido el andamiaje de civilizaciones enteras. Cada año, la Tierra completa su órbita alrededor del Sol, y con una precisión matemática, las estaciones retornan. La primavera siempre sigue al invierno, el verano a la primavera, el otoño al verano y el invierno al otoño. Este ciclo no falla. La vida vegetal y animal depende enteramente de esta promesa de retorno. Incluso a una escala mucho mayor, los cuerpos celestes trazan órbitas elípticas que los devuelven, tras eones de viaje, a puntos de partida reconocibles en el tapiz del cosmos. Lo vemos en la obediencia de los océanos a la luna, cuyas mareas avanzan y se retiran con una puntualidad sagrada. Lo encontramos en los grandes instintos que mueven a la vida, como las migraciones de las aves que trazan mapas invisibles en el cielo para volver siempre a su punto de partida. El agua de los océanos se eleva, forma nubes y retorna a la tierra para nutrir los ríos que, a su vez, retornan al océano. Este es el pulso fundamental de la realidad manifiesta: todo lo que parte, eventualmente, regresa.

Si esta ley del retorno cíclico es tan universal, tan fundamental para la estructura misma de la realidad física, surge una pregunta ineludible: ¿es la vida interior del ser humano, su mundo psicológico, una extraña y única excepción a esta regla cósmica? ¿O acaso la existencia humana, en su esencia más profunda, también participa de este gran baile de retornos y repeticiones? La sabiduría trascendental afirma que no hay excepción. La vida de un individuo también está gobernada por este principio, aunque su mecanismo opera en dimensiones más sutiles que la materia observable.

Para comprender este proceso, es necesario primero entender qué es lo que sobrevive al fenómeno de la muerte física. Cuando un cuerpo perece, es evidente que una vasta porción de lo que un individuo consideraba "ser" se disuelve con él. El cuerpo físico, con sus funciones biológicas, cesa. La personalidad superficial, esa construcción de hábitos, gestos, nombre, recuerdos específicos de eventos y relaciones, también se desintegra. Esta personalidad es como la ropa que se ha usado durante una vida; al final del viaje, la vestimenta se desecha. No es la esencia.

Lo que sí perdura es un conglomerado de energía condicionada. Es la suma total de todas las tendencias, hábitos, miedos, anhelos, resentimientos, afectos y aversiones que no fueron comprendidos ni transformados durante la vida. Cada vez que un individuo reaccionó mecánicamente ante un evento —con ira, con envidia, con apego, con miedo—, cristalizó una pequeña cantidad de energía psicológica. Estas cristalizaciones constituyen el verdadero residuo de una vida, el saldo energético que queda después de la gran resta que es la muerte. Son nudos de energía, centros de gravedad psicológicos que tienen una vida propia. Este conjunto de agregados, este Ego múltiple, es la verdadera herencia que un ser humano se lega a sí mismo. No es una entidad unificada, sino una legión de impulsos a menudo contradictorios.

Tras la cesación de la vida física, este conglomerado energético es liberado. Al no estar ya anclado a un cuerpo ni al tiempo lineal como lo percibimos, es absorbido por una dimensión no-física, un estado de ser que se podría denominar la Eternidad. En esta dimensión, el tiempo no fluye secuencialmente, sino que todo existe en un presente perpetuo. Aquí opera una ley fundamental de afinidad vibratoria, análoga al magnetismo. Las energías de la misma naturaleza se atraen y se repelen. Los agregados de ira son atraídos hacia otros núcleos de ira; los de lujuria, hacia la lujuria; los de compasión, hacia la compasión. Es un proceso de decantación y reordenamiento energético, un invierno cósmico donde todo encuentra su lugar según su propia naturaleza.

Pero la Eternidad, en su propio ritmo incomprensible, no retiene estas energías indefinidamente. Como el océano que inhala las aguas de los ríos, eventualmente debe exhalarlas. En un momento determinado por leyes de equilibrio cósmico que trascienden la voluntad individual, este conjunto de "Valores" es expelido de vuelta hacia el mundo del tiempo y la forma. Es un impulso natural de manifestación, una necesidad de la energía de volver a expresarse en un plano denso.

El retorno al mundo físico se produce en el momento de la concepción y culmina con la primera inhalación de un nuevo organismo. En ese preciso instante, el diseño electro-psíquico, la "semilla" energética del ser que murió, se inserta y se fusiona con el nuevo vehículo físico. Este diseño contiene la totalidad de las tendencias y predisposiciones de la vida anterior. No contiene recuerdos intelectuales, pero sí la memoria emocional y causal de todo lo vivido. Este proceso no es una elección del Ego. El lugar, la familia, las circunstancias genéticas y sociales del nuevo nacimiento son determinados por una ley superior de causa y efecto. Esta ley no es la voluntad de una deidad que juzga, sino la expresión de una inteligencia impersonal inherente al universo, que opera con la autonomía y la precisión de una fuerza natural como la gravedad. Es un mecanismo cósmico de equilibrio automático, una justicia intrínseca y matemática cuya función no es premiar ni castigar, sino restaurar la armonía. Por ello, cada ser nace exactamente en el entorno que le proporcionará las circunstancias perfectas para confrontar las consecuencias de sus acciones pasadas y revivir sus dramas no resueltos.

Aquí es donde la Ley del Retorno se entrelaza de manera inseparable con la Ley de Recurrencia. El Retorno es el acto de volver; la Recurrencia es la ley que dicta que, una vez de vuelta, todo volverá a ocurrir. La vida de un individuo es como una película. Los eventos principales, los dramas, las tragedias y las comedias de esa vida no se borran con la muerte. La "película" completa es llevada a la dimensión de la Eternidad y, al retornar, se proyecta de nuevo sobre la pantalla de una nueva existencia.

El ser humano, desprovisto de los recuerdos de su pasado, se encuentra interpretando un guión que él mismo escribió con sus actos anteriores. Se sentirá atraído por el mismo tipo de personas, se enfrentará a dilemas similares, tropezará con las mismas piedras y celebrará victorias parecidas. Esto no es un determinismo absoluto que anule el libre albedrío, sino la consecuencia natural de llevar en el interior los mismos patrones de pensamiento y emoción. Si un individuo carga dentro de sí un fuerte agregado de celos, inevitablemente atraerá o creará situaciones en su nueva vida que disparen esos celos. Si porta una profunda necesidad de reconocimiento, sus dramas girarán en torno a la búsqueda de aprobación y el miedo al rechazo.

Es crucial comprender que los actores principales de estas repeticiones no son las personalidades externas, sino los agregados psicológicos internos. Un drama de traición puede repetirse. La persona que traiciona y la que es traicionada pueden tener cuerpos y nombres diferentes en la nueva vida, pero los agregados de engaño y de victimismo que interactúan en ese drama son exactamente los mismos que interactuaron en la vida anterior. El encuentro no es entre dos personas, sino entre dos conjuntos de energías condicionadas que se reconocen y se atraen magnéticamente a través del tiempo para recrear su conflicto pendiente. Las así llamadas "coinciden­cias" o "conexiones kármicas" son la manifestación visible de esta ley invisible.

El propósito de este mecanismo cósmico, que podría parecer una condena a la repetición perpetua, es en realidad profundamente pedagógico. La naturaleza no castiga; educa. La repetición incesante de las mismas circunstancias tiene un único objetivo: ofrecer a la consciencia (la capacidad de darse cuenta) una oportunidad tras otra para observar el patrón, comprenderlo y trascenderlo. La vida nos pone el mismo examen una y otra vez, no por crueldad, sino con la esperanza de que finalmente lo aprobemos.

La inmensa mayoría de la humanidad vive sus vidas en un estado de sueño profundo, identificada con sus reacciones mecánicas, creyendo que sus dramas son únicos y novedosos. La Ley del Retorno y la Recurrencia asegura que el alma, aún dormida, no pueda escapar de sí misma. El ciclo se repetirá 108 veces para cada esencia, un número simbólico que representa un ciclo completo de oportunidades de manifestación humana. Si al final de este vasto ciclo la consciencia no ha logrado despertar y liberarse de sus agregados, la esencia retorna a un estado elemental, involucionando en los reinos de la naturaleza para ser purificada antes de poder iniciar un nuevo ciclo evolutivo.

La liberación de esta rueda no se encuentra en la muerte, pues la muerte es solo la puerta giratoria que conduce de una repetición a la siguiente. La verdadera liberación ocurre en vida. Se logra a través del desarrollo de una atención sostenida, de una auto-observación rigurosa que permite al individuo ver sus propios patrones psicológicos en el momento en que actúan. Al observar una reacción de ira sin identificarse con ella, al ver un impulso de envidia sin justificarlo, al sentir un apego sin ceder a él, un individuo comienza a robarle energía a esos agregados. La luz de la consciencia enfocada sobre estos nudos de oscuridad interior tiene el poder de disolverlos. Cada agregado disuelto es una línea del guión que se borra para siempre. Cuando un ser humano logra desintegrar la totalidad de su Ego, rompe la cadena del retorno mecánico. Su regreso a la manifestación deja de ser una imposición de la ley y se convierte en una elección voluntaria, un acto de compasión para ayudar a otros que aún giran en la rueda.

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