Un análisis crítico que desmitifica la democracia como un sistema inherentemente defectuoso que conduce a la tiranía de la mayoría y la pérdida de libertad.
Hay palabras que han dejado de ser meros significantes para convertirse en tótems. Son vocablos-fortaleza que protegen a una idea de todo escrutinio, amuletos que, al ser pronunciados, paralizan la razón y exigen una reverencia inmediata. “Democracia” es, quizás, el más poderoso de estos talismanes en la era moderna. Se le ha revestido de un aura de finalidad, como si la historia humana hubiera trabajado durante milenios solo para alcanzar esta cumbre insuperable. Pero detrás de su fachada sagrada se esconde una arquitectura de poder que, lejos de liberar al hombre, lo encadena con grilletes forjados por él mismo. Este examen no es un ataque a la idea de la libertad, sino todo lo contrario: es un intento de rescatar la libertad de la jaula dorada en la que la ha encerrado su supuesto mayor defensor.
El gran drama del pensamiento político moderno reside en una inversión fundamental: hemos desplazado el centro de gravedad de la libertad desde el interior del individuo hacia el exterior, hacia el mecanismo colectivo. Se nos ha convencido de que la libertad es algo que se nos concede desde fuera, un derecho otorgado por un sistema, en lugar de una cualidad del alma que se cultiva desde dentro. La libertad antigua se basaba en la virtud, en el autogobierno del hombre sobre sus propias pasiones; la libertad moderna se basa en el voto, en la ilusión de gobernar a los demás. Esta inversión es el pecado original del que se derivan todas las patologías del sistema democrático. Se ha trocado el arduo camino de la soberanía personal por el cómodo espejismo de la soberanía popular.
Este espejismo se sostiene sobre dos grandes supersticiones que, a fuerza de repetición, han adquirido el estatus de verdades evidentes. La primera es la superstición de la igualdad de la ignorancia y la sabiduría. El principio del sufragio universal incondicional decreta que el juicio de un hombre que ha dedicado su vida al estudio de la historia, la economía y la naturaleza humana vale exactamente lo mismo que el de quien no tiene interés ni conocimiento alguno sobre esos temas. Si una nave se encontrara en medio de una tempestad, ¿se sometería a votación entre todos los pasajeros la ruta a seguir, o se confiaría en el saber del capitán y sus oficiales? La respuesta es obvia en cualquier ámbito práctico de la vida, pero esta lógica elemental se disuelve mágicamente cuando se trata del asunto más complejo y crucial de todos: el gobierno de una sociedad. Al nivelar el juicio, no se eleva al ignorante, se degrada el conocimiento y se entrega el timón del Estado a los vientos de la opinión pública, caprichosa y fácilmente manipulable.
La segunda superstición, consecuencia directa de la primera, es la alquimia de la cantidad. Es la creencia mágica de que una cantidad suficiente de votos puede transmutar una falsedad en una verdad, o una injusticia en un acto legítimo. Si el 51% de una población vota para expropiar la propiedad del 49% restante, el acto no se convierte en justo; simplemente se convierte en una injusticia legalizada. La mayoría no es una fuente de derecho, sino una medida de fuerza. Confundir la fuerza con la legitimidad es el error fatal que convierte a la democracia en una potencial tiranía. La verdad, la justicia, los derechos inherentes a la condición humana no son asuntos sometidos a plebiscito. No importa cuántos millones de personas crean que dos y dos son cinco; el resultado seguirá siendo cuatro. Del mismo modo, ninguna mayoría tiene la potestad moral para abolir la libertad de una minoría, por pequeña que sea.
Esta maquinaria, una vez puesta en marcha, genera inevitablemente un monstruo: el Estado Gigante. En la subasta electoral perpetua, los políticos no compiten ofreciendo más libertad, sino más seguridad, más subsidios, más beneficios a cargo del erario público. Para financiar esta espiral de promesas, el Estado necesita expandirse sin cesar, absorbiendo una porción cada vez mayor de la riqueza de la sociedad a través de impuestos, deuda e inflación. El ciudadano, seducido por la promesa de un Estado-guardián que lo cuidará de la cuna a la tumba, no se da cuenta de que está construyendo su propia prisión. El guardián que, para protegerlo de los peligros externos, lo devora lentamente desde dentro, despojándolo de su patrimonio, su autonomía y su capacidad de decidir sobre los aspectos más íntimos de su vida.
La correlación entre la democratización masiva y la pérdida de libertad económica y personal no es una casualidad histórica, sino una relación de causa y efecto. El poder que antes ostentaban los monarcas, limitado por la tradición y la ley divina, palidece en comparación con el poder casi absoluto de un parlamento moderno. Un rey no se habría atrevido a dictar qué podemos comer, qué podemos decir o qué porcentaje de nuestros ingresos le pertenece. Una mayoría democrática lo hace todos los días sin el menor escrúpulo, legitimada por la ficción del "mandato popular".
En el fondo de todo este andamiaje yace una profunda verdad sobre la naturaleza humana: el anhelo de evadir la responsabilidad. La libertad es una carga exigente; requiere previsión, esfuerzo, autodisciplina y la aceptación de las consecuencias de las propias acciones. La democracia ofrece una salida seductora: la transferencia de esa responsabilidad al colectivo, al Estado. El individuo ya no es responsable de su vejez, de su salud, de la educación de sus hijos; para todo ello existe un programa gubernamental, una solución colectiva. Pero al ceder la responsabilidad, se cede inevitablemente la libertad que va aparejada a ella. El hombre moderno ha trocado su primogenitura —la soberanía sobre sí mismo— por un plato de lentejas: la promesa de una vida administrada y libre de riesgos.
La solución, por tanto, no puede encontrarse en una nueva fórmula política, sino en una recuperación del ideal perdido. La verdadera libertad no reside en la urna, sino en el alma humana. Un pueblo compuesto por individuos soberanos, responsables y virtuosos será libre bajo cualquier sistema. Un pueblo de individuos dependientes, temerosos y que buscan en el Estado a un padre protector será esclavo, por muchas elecciones que celebre. El desafío no es perfeccionar la democracia, sino trascender la necesidad de que un sistema externo nos organice la vida. La libertad no es elegir a nuestros amos; es no tenerlos.
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