¿Qué es el libre albedrío y cómo activarlo?

El verdadero libre albedrío no es elegir entre opciones, sino la capacidad de actuar libre de condicionamientos, un estado que se conquista.

La libertad no es lo que solemos pensar. No es la capacidad de elegir entre una hamburguesa y una ensalada, ni entre un camino u otro en una bifurcación. Esas son apenas sombras de una facultad mucho más profunda, un estado del ser que la inmensa mayoría de la humanidad solo posee en estado latente, como una semilla enterrada bajo el peso de un suelo rocoso. Imaginamos que somos libres porque podemos mover el cuerpo y seguir nuestros impulsos, sin darnos cuenta de que esos impulsos no son nuestros, sino el eco de una programación que nos gobierna desde la sombra. La pregunta real no es si tenemos libre albedrío, sino si estamos dispuestos a hacer el trabajo necesario para conquistarlo.

El concepto de libre albedrío se encuentra atrapado en un fuego cruzado de malentendidos. Se le define, comúnmente, como la simple capacidad de elegir entre el bien y el mal, o entre varias opciones disponibles. Sin embargo, esta definición es superficial y no toca el núcleo del asunto. La verdadera cuestión no es qué elegimos, sino desde dónde elegimos. La posibilidad misma de una elección genuina no es un derecho de nacimiento garantizado, sino una cima que debe ser alcanzada. Para entender esto, es útil observar un caso simple: un niño pequeño que, gateando sobre una mesa, llega al borde. Al carecer del conocimiento sobre la gravedad y sus consecuencias, no se detiene; no evalúa, no delibera. Simplemente continúa su movimiento y cae. ¿Ejerció aquí alguna forma de albedrío? La respuesta es un no rotundo. Su acción fue el resultado directo de una ignorancia, un movimiento puramente mecánico dictado por el impulso y la falta de datos.

Este principio no es exclusivo de la infancia. Un adulto puede atravesar la vida entera en un estado análogo. Cuando una persona opera sin un conocimiento profundo de sí misma y de las leyes que rigen su comportamiento, sus acciones son igualmente mecánicas. No son el fruto de una voluntad consciente, sino la consecuencia inevitable de una cadena de causas y efectos que se extienden muy por debajo de su percepción consciente. A esta cadena la llamamos, por comodidad, "destino", pero es más preciso describirla como el funcionamiento de una maquinaria psicológica. La persona puede reaccionar a un insulto con ira, a un halago con vanidad, o a una pérdida con tristeza, creyendo que está "decidiendo" sentir esas emociones. En realidad, no decide nada; es una marioneta de estímulos y respuestas programadas, un autómata sofisticado cuyo comportamiento es tan predecible como la caída del niño desde la mesa. En ausencia de conocimiento y conciencia, no hay elección. Hay, únicamente, reacción.

La conciencia es el campo de juego donde el libre albedrío puede manifestarse. El conocimiento es la luz que ilumina ese campo. Si una persona posee un conocimiento claro de la situación externa y, de forma crucial, de su propia maquinaria interior, puede empezar a actuar de una manera diferente. Puede observar el impulso de la ira naciendo dentro de sí, comprender su origen, analizar sus posibles consecuencias y, entonces, elegir conscientemente si cede a él o no. En ese instante de lúcida deliberación, nace el verdadero acto de voluntad. El resultado de su acción —beneficio, perjuicio o algo intermedio— es secundario. Lo fundamental es que la acción surgió de un centro de decisión consciente, no de un resorte automático. Esto es el libre albedrío en su forma activa.

Ahora bien, para que esta capacidad de elección sea plena, se requiere algo más que un conocimiento intelectual y una conciencia momentánea. Es indispensable desmantelar la propia maquinaria de la reacción automática. Esta maquinaria es el conjunto de nuestros miedos, deseos, resentimientos, orgullos y hábitos condicionados que, en su totalidad, forman una estructura psicológica que opera con su propia agenda. Esta estructura, a menudo llamada ego, es la antítesis del libre albedrío. Su naturaleza es la mecanicidad. El ego no elige, reacciona. No crea, repite. Mientras una persona esté identificada con este conglomerado de impulsos, no puede ser libre, porque su voluntad no le pertenece. Su "yo quiero" es, en realidad, "el deseo en mí quiere"; su "yo pienso" es "el patrón mental en mí se repite".

Las discusiones sobre el libre albedrío en la religión y la ciencia a menudo se extravían porque no toman en cuenta esta distinción fundamental entre el potencial y lo actual. En muchas tradiciones religiosas, se nos dice que Dios nos dio libre albedrío, pero que la felicidad reside en renunciar a él para "hacer la voluntad de Dios". Esto parece una contradicción flagrante. Sin embargo, el error está en la interpretación. No se trata de someter una voluntad libre a una voluntad externa, sino de disolver la falsa voluntad del ego —pequeña, caprichosa y reactiva— para permitir que se manifieste una voluntad más profunda, ordenada e inteligente, que está en armonía con las leyes fundamentales de la existencia. Someterse no es a un clérigo o a un dogma, sino al orden inteligente del universo, un acto que solo es posible cuando el ruido del ego se ha silenciado. Renunciar a la libertad sería un castigo, no una recompensa. La verdadera misión es, por tanto, purificar y fortalecer la voluntad hasta que sea un reflejo perfecto de esa inteligencia universal.

Por su parte, la neurociencia moderna, al estudiar la actividad cerebral, a menudo concluye que el libre albedrío es una ilusión. Sus experimentos suelen demostrar que la decisión de actuar se registra en el cerebro fracciones de segundo antes de que la persona sea consciente de haberla tomado. A partir de esto, deducen que nuestras decisiones son procesos inconscientes y que la sensación de autoría es un añadido posterior. Sus conclusiones no son incorrectas, pero sí incompletas. Lo que estos científicos están midiendo no es el libre albedrío, sino el funcionamiento de la maquinaria del ego. Están observando, con gran precisión, la operación de un sistema automático en personas que no han trabajado para liberarse de él. Su error metodológico es monumental: seleccionan exclusivamente a sujetos de estudio que viven en un estado de libertad potencial, no activa, y luego generalizan sus hallazgos para negar la existencia de esa libertad por completo. Es como estudiar a personas que nunca han aprendido a leer y concluir que la literatura es una ilusión.

La perspectiva mística y esotérica siempre ha sostenido precisamente lo que estos científicos observan: que el ser humano no iluminado actúa de forma mecánica. Pero no se detiene ahí. Afirma que existe un potencial para despertar. El libre albedrío no es un estado, sino un logro. Se conquista a través de un trabajo interior riguroso y sostenido, cuyo objetivo es la disolución completa de la estructura egoica y la adquisición de un conocimiento directo y vivencial de la realidad. Cuando el ego se disuelve, la conciencia deja de ser un sirviente de los impulsos y se convierte en la dueña del vehículo psicofísico. Las acciones ya no surgen como una reacción a estímulos externos, sino que emanan de un centro de serenidad y comprensión.

El ser que alcanza este estado no renuncia a su voluntad; la perfecciona. Su voluntad se vuelve una con la voluntad universal, no por sumisión ciega, sino por comprensión perfecta. Se convierte en un colaborador consciente en el gran orden del cosmos. Esta es la semejanza con la divinidad de la que hablan los textos sagrados: no una cuestión de forma, sino de función. Ser a imagen y semejanza de Dios es poseer una voluntad creativa, consciente y libre de las cadenas de la mecanicidad. Todo lo demás es un largo y a menudo doloroso aprendizaje para llegar a ese punto. La libertad no se nos da, pero la posibilidad de conquistarla es inherente a nuestra naturaleza.

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