Más Allá de la Ilusión: El Secreto del Libre Albedrío y la Conciencia

El libre albedrío no es la libertad de elegir, sino la capacidad de juzgar. Descubre cómo activarlo disolviendo el ego y despertando al árbitro.

Se nos ha enseñado a debatir sobre la libertad como si fuéramos prisioneros discutiendo la arquitectura de una celda que nunca han abandonado. Unos argumentan que los barrotes son de hierro biológico, otros que son de acero causal, y algunos sueñan con una llave divina que solo sirve para abrir la puerta de una celda contigua. La discusión entera parte de un error, de una pregunta mal formulada que garantiza una respuesta equivocada, manteniendo al buscador en un círculo vicioso de pensamiento estéril. Se discute sobre si una marioneta puede elegir de qué hilo tirar, sin jamás cuestionar la naturaleza misma de la marioneta.

La concepción popular del libre albedrío es una trampa intelectual. Se presenta como un dilema entre dos polos irreconciliables: un determinismo mecanicista donde cada acto es el resultado inevitable de causas previas, y una libertad sin anclaje, una especie de capricho soberano que nos permitiría elegir sin condicionantes. La ciencia busca los engranajes de la máquina, encontrando impulsos neuronales que preceden a la decisión consciente y declara que la libertad es una ilusión. La religión, por su parte, ofrece una libertad paradójica: la capacidad de elegir someter la propia voluntad a una voluntad superior, a menudo interpretada por intermediarios humanos. Ambas visiones, la científica y la teológica exotérica, observan el mismo fenómeno desde orillas opuestas: un ser humano que no actúa, sino que reacciona.

El error fundamental reside en la palabra misma. "Libre albedrío" no es una traducción precisa del concepto original. El término latino arbitrium no significa "libertad" en el sentido de ausencia de restricción (libertas), sino "juicio", "sentencia" o "capacidad de arbitrar". Proviene de arbiter, el juez, el testigo que evalúa y decide. La pregunta correcta, por tanto, no es si somos libres, sino si poseemos un árbitro interno capaz de ejercer un juicio consciente. Sin este árbitro, no puede haber albedrío. Lo que existe es un torrente de reacciones, un mecanismo complejo que responde a estímulos internos y externos. La ciencia no está midiendo la ausencia de libre albedrío; está midiendo con gran precisión el funcionamiento de un mecanismo en ausencia de un árbitro que lo gobierne.

Aquí se desvela la verdad esotérica. El libre albedrío no es un don que se posee por defecto, sino una facultad que se conquista. No es un estado inicial, sino el resultado de un trabajo interior profundo y sostenido. La humanidad, en su estado corriente, no ejerce el libre albedrío porque su centro de juicio, su árbitro, está usurpado. Quien ocupa ese trono es el ego, esa multiplicidad de condicionamientos, miedos, deseos y memorias que reaccionan de forma automática. Un hombre movido por la ira o la codicia no elige su acción; es empujado por una fuerza que no controla y que ni siquiera comprende. Su situación es idéntica a la de un bebé que, gateando sobre una mesa, llega hasta el borde. El infante no posee el conocimiento sobre la gravedad, ni la comprensión del vacío, ni la experiencia del dolor que produce una caída. Por esa pura ignorancia, no hay deliberación posible. Su impulso motriz simplemente continúa, llevándolo más allá del límite seguro, provocando su caída y el daño consecuente. No es que carezca de libre albedrío en potencia, sino que le falta el conocimiento indispensable para poder ejercer un juicio; sin datos, el árbitro no puede arbitrar. El libre albedrío, por tanto, permanece en estado latente, como una semilla enterrada bajo el peso de la mecanicidad psicológica, a la espera del conocimiento que la haga germinar.

El camino para activar esta potencia consiste en un doble movimiento: la disolución del usurpador y la adquisición de la luz. Eliminar el ego no es un acto de represión, sino de comprensión. Implica observar sin juicio cada una de nuestras reacciones automáticas hasta despojarlas de su poder, hasta que el mecanismo queda expuesto y se detiene. Simultáneamente, se debe adquirir conocimiento, no la mera acumulación de datos, sino la comprensión profunda de las leyes que rigen la existencia y la propia psique. Con cada fragmento de ego disuelto y con cada rayo de conocimiento integrado, el árbitro interior despierta. La conciencia deja de ser un simple testigo pasivo de los acontecimientos y se convierte en un agente activo.

La verdadera renuncia no es someterse a una voluntad externa, sino abandonar la tiranía de la voluntad egoica. Ese es el sometimiento del que hablan los textos sagrados en su núcleo místico: la rendición de lo ilusorio ante lo Real. Al hacerlo, no se pierde la voluntad, sino que se alinea con una Voluntad superior, la del Ser. En ese punto, la acción deja de ser una reacción a un pasado y se convierte en un acto creador en el presente. Es entonces, y solo entonces, cuando un ser humano es verdaderamente a imagen y semejanza de su Creador, no como una copia estática, sino como un principio creador en sí mismo. La finalidad divina no es rodearse de autómatas obedientes, sino de una comunidad de árbitros conscientes, de seres que han conquistado la capacidad de ejercer un juicio perfecto y, por ende, una libertad auténtica.

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