Poder Político Real: Élites Supranacionales y la Ilusión de la Democracia

Detrás del escenario político, una élite supranacional no electa dirige la obra, convirtiendo la democracia en una ilusión bien gestionada.

Se nos invita a contemplar el gran escenario del mundo, a participar en el drama de las naciones, a elegir con fervor a los actores que representarán nuestros anhelos y temores. Aplaudimos sus discursos, nos enardecemos con sus promesas y sufrimos con sus fracasos, creyendo firmemente que somos partícipes de una historia que escribimos juntos. Pero rara vez nos preguntamos quién es el dueño del teatro, quién ha escrito la obra que se representa con tanta pasión, o qué sucede realmente cuando el telón cae y las luces del escenario se apagan. Pues es en esa penumbra, detrás del decorado y lejos de la mirada del público, donde reside la verdadera dirección de la obra, una que no depende del aplauso, sino de intereses mucho más antiguos y profundos que el ciclo efímero de una elección.

El edificio de la política moderna, con sus parlamentos ornamentados, sus constituciones solemnes y sus ciclos electorales vibrantes, se asienta sobre un cimiento que no aparece en ningún mapa oficial. Esta estructura visible, que acapara la atención de los medios y canaliza las pasiones ciudadanas, funciona en la práctica como una compleja maquinaria administrativa, una gerencia de lo público cuya función principal no es tanto la de gobernar como la de gestionar. Las figuras que ocupan los más altos cargos, desde presidentes a primeros ministros, son seleccionados a través de un filtro mucho más sutil y exigente que el del mero voto popular. Su verdadera idoneidad no se mide por su visión de Estado o su compromiso con el bien común, sino por su capacidad para administrar la realidad existente de una manera que no perturbe los flujos de poder e interés que operan a un nivel superior, un nivel transnacional y fundamentalmente económico. Son, en esencia, los rostros públicos de un poder anónimo, los gestores cualificados de un consejo de administración al que nunca conoceremos.

Este poder real no reside en las capitales de las naciones ni se legitima en las urnas. Es un poder difuso, reticular y apátrida, tejido con los hilos del capital financiero, las corporaciones multinacionales y las redes de influencia que trascienden toda frontera. Su lenguaje no es la ideología, sino la rentabilidad; su horizonte no es la próxima legislatura, sino la próxima generación de mercados. Esta superestructura no necesita dar órdenes directas ni conspirar en salones oscuros; su influencia es mucho más sistémica y profunda. Funciona como un campo gravitatorio que deforma el espacio de lo políticamente posible. Puede determinar qué candidatos recibirán financiación y visibilidad, qué ideas serán consideradas "serias" y cuáles "radicales", qué crisis económicas se permitirán estallar y cuáles serán contenidas. Los líderes políticos, conscientes de esta realidad, aprenden a navegar dentro de estos límites invisibles, pues saben que su supervivencia política depende de no desafiar las corrientes de fondo que mueven el océano.

La aparente batalla campal entre ideologías opuestas, la estruendosa confrontación entre izquierda y derecha, cumple una función psicológica y social indispensable para el mantenimiento del sistema. Este espectáculo, cuidadosamente coreografiado, ofrece a la ciudadanía un drama en el que participar, una causa por la que luchar y un enemigo al que culpar. Mantiene las energías sociales ocupadas en un conflicto horizontal, distrayendo la atención de la estructura de poder vertical que permanece inalterada gane quien gane. Mientras el público discute acaloradamente sobre los actores y sus guiones, el consenso fundamental que beneficia a la élite unificada nunca se pone en tela de juicio: la primacía de los mercados, la inviolabilidad de ciertas estructuras financieras, la necesidad del crecimiento perpetuo y la gestión de la población como un recurso más. El debate se centra en cómo administrar el teatro, pero nunca se pregunta si el teatro mismo sirve a los intereses de la audiencia.

Por consiguiente, las decisiones que verdaderamente moldean el destino de las sociedades no nacen del debate público ni de la voluntad popular expresada en las leyes. Se gestan en un ámbito distinto, en círculos de acceso restringido donde la planificación estratégica a largo plazo es la norma. Foros económicos mundiales, consejos de administración transnacionales, reuniones de bancos centrales y clubes de pensamiento exclusivos son los verdaderos crisoles de la política futura. En estos espacios, la lógica del poder y el capital se encuentra con la capacidad técnica de la política, y se forjan las directrices que luego serán "vendidas" al público a través del aparato político y mediático. Lo que llega al parlamento no es una idea a debatir, sino una solución ya diseñada que busca su legitimación democrática. El político exitoso no es el que crea, sino el que implementa con mayor eficacia las directrices que emanan de esta esfera de poder no electo, convirtiendo la soberanía nacional en una delegación de funciones administrativas al servicio de un proyecto global que escapa a su control.

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