El karma no es causa y efecto; es Acción. Descubre la verdad etimológica y metafísica que revela tu papel como co-creador del universo.
Se ha cometido un error fundamental, un desvío conceptual transmitido de generación en generación hasta solidificarse como una verdad aparente. Es el error de observar el reflejo en el agua y creer que se ha comprendido la naturaleza de la luna. La humanidad ha estudiado con minucioso detalle las ondas que un acto produce, pero ha olvidado por completo la naturaleza de la piedra que las origina. Para corregir este error no basta con proponer una nueva interpretación; es necesario regresar al origen, a la pureza de la palabra misma, y desde allí, reconstruir el edificio del conocimiento sobre un cimiento firme e inquebrantable.
El punto de partida de toda comprensión, y el origen de todo el malentendido posterior, reside en la etimología. La palabra sánscrita karma deriva de la raíz kṛ, cuyo significado es inequívoco: significa “hacer”, “crear”, “realizar”. En una palabra: Acción. Es crucial detenerse aquí y asimilar la magnitud de esta afirmación. En su núcleo semántico, la palabra karma no contiene la más mínima traza de los conceptos de “reacción”, “consecuencia”, “retorno” o “efecto”. Estos son añadidos posteriores, interpretaciones que surgieron de la observación del mundo fenoménico, pero que no pertenecen a la esencia del término. La palabra designa, con una precisión absoluta, el acto en sí mismo, puro y desnudo, en el instante de su manifestación.
Entonces, ¿cómo se produjo la monumental confusión que ha llevado a identificar el karma con la ley de causa y efecto? El error nació de una simplificación para la mente que opera en la dualidad. El intelecto humano observa que a toda acción en el plano material le sigue una reacción. Ve la mano que golpea y el dolor que resulta; ve la semilla sembrada y la planta que crece. En su afán por crear un modelo comprensible, fusionó dos eventos distintos —el acto y su consecuencia— en un solo paquete conceptual y le aplicó la etiqueta de “karma”. Fue un atajo mental, una conclusión pragmática pero metafísicamente incorrecta. Se confundió la Acción original con la cadena de reacciones que esta desencadena en la densa red del universo manifestado. Es como escuchar un trueno y llamarlo “relámpago-y-trueno”, como si fueran una sola cosa y no una causa y su efecto distante.
Este error no es inocuo. Las consecuencias de esta interpretación errónea son profundas y han dado forma a una espiritualidad basada en el miedo y el cálculo, en lugar de la creatividad y la responsabilidad. Al concebir el karma como un sistema de débitos y créditos, el ser humano se posiciona a sí mismo como un deudor perpetuo o un acreedor expectante, atrapado en una contabilidad cósmica. Su vida se convierte en un esfuerzo por pagar deudas pasadas y acumular méritos futuros. Esta visión, aunque puede inspirar una moralidad básica, es fundamentalmente paralizante. Convierte al individuo en un prisionero del tiempo, un esclavo de un pasado que no recuerda y un futuro que teme, en lugar de reconocerlo como lo que verdaderamente es: un agente activo y creador en el eterno presente.
Para restituir la verdad, debemos diferenciar dos niveles de Acción. Primero, existe la Gran Acción, el Karma cosmogónico. Este no es un evento del pasado, como un Big Bang; es el impulso incesante y perpetuo que sostiene la existencia en cada instante. Es la vibración primordial que emana de la Causa sin Causa, el acto continuo de la creación que se despliega como el universo mismo. El cosmos no es un escenario estático donde las cosas suceden; el cosmos es la Acción sucediendo. Es un verbo, no un sustantivo.
En segundo lugar, existe la pequeña acción, el karma humano. Y aquí reside la clave de toda la enseñanza. La acción humana no es algo separado de la Gran Acción. Es, o debería ser, una manifestación particularizada y consciente de ella. Cada ser humano es un microcosmos, un punto focal a través del cual la energía creadora del universo busca expresarse. No somos entidades que generan causas desde cero; somos canales a través de los cuales la Causa Primera continúa su obra.
Desde esta perspectiva, la distinción entre un acto "bueno" y uno "malo" se revela en su verdadera luz. Un acto negativo, un acto del ego, no es aquel que genera una "deuda kármica". Es un acto de distorsión. Es cuando el canal humano, obstruido por sus miedos, deseos y resentimientos, toma el impulso creador puro y lo deforma, lo corrompe, introduciendo una frecuencia disonante en la sinfonía universal. La "consecuencia negativa" que se experimenta no es un castigo, sino el resultado físico y vibratorio de haber emitido una nota fuera de tono. El universo, en su impersonalidad, simplemente materializa la cualidad de la vibración emitida.
Por el contrario, la acción correcta, la acción consciente, es aquella en la que el individuo se ha limpiado de sus interferencias internas y permite que la Gran Acción fluya a través de él sin distorsión. Tal persona no actúa "para obtener un buen karma"; actúa porque se ha convertido en una expresión transparente de la armonía creadora. Sus actos son ordenados, bellos y verdaderos no por cálculo moral, sino porque son coherentes con el impulso fundamental de la existencia.
El trabajo sobre sí mismo, la disolución de esa multiplicidad de impulsos contradictorios que nos fragmentan por dentro, deja de ser entonces un método para saldar cuentas. Se convierte en el arte supremo de la purificación del canal. Cada condicionamiento disuelto, cada automatismo trascendido, es una obstrucción menos para el libre flujo de la energía creadora. El objetivo no es escapar de la ley, sino convertirse en un agente perfecto de ella. Es pasar de ser un reflejo distorsionado y fragmentado a ser un foco nítido y potente de la Luz que da origen a todos los mundos.
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