Descubre la ley fundamental: tu experiencia del mundo exterior es un reflejo directo de tu estado de conciencia interior. Transforma tu vida.
Se nos ha enseñado a mirar hacia fuera. Buscamos la causa de nuestra alegría o de nuestra desdicha en el rostro de los demás, en el saldo de una cuenta, en el capricho del clima. Vivimos como hojas arrastradas por un viento que no comprendemos, reaccionando a cada ráfaga, celebrando el sol y maldiciendo la tormenta. Pero esta es la gran inversión, el error fundamental que nos mantiene prisioneros. La existencia manifiesta no nos sucede a nosotros; fluye a través de nosotros y toma su color de nosotros. El mundo exterior no es el origen de lo que sentimos, sino el espejo donde se refleja, a cada instante, la cualidad de nuestro propio estado interior.
La experiencia humana, en su totalidad, no es más que el punto de encuentro entre dos corrientes: la del mundo fenoménico, con su incesante desfile de acontecimientos, y la del mundo interior, con su particular vibración de conciencia. No son los hechos en sí mismos los que determinan la naturaleza de una vida, sino el modo en que el estado interno los recibe, los interpreta y los metaboliza. Una misma circunstancia puede ser una cárcel para un individuo y un campo de entrenamiento para otro. La diferencia no reside en el evento, sino en el nivel de conciencia que lo ilumina. Por eso, la búsqueda de la plenitud a través de la acumulación de objetos, estatus o vivencias externas es una empresa condenada al fracaso. Es como intentar apresar un eco en lugar de buscar la voz que lo produce. La verdadera satisfacción no es algo que se adquiere; es una cualidad de respuesta que se cultiva. Nace de la maestría con que uno maneja su universo interior frente a la danza impredecible de las apariencias.
El dominio auténtico sobre la propia vida, por lo tanto, no empieza por intentar someter las circunstancias a la voluntad. Ese es el camino del conflicto y la frustración perpetua. La verdadera soberanía se ejerce hacia adentro. Quien aprende a gobernarse a sí mismo, a ordenar el caos de sus propios pensamientos y a serenar la tempestad de sus emociones, descubre que el mundo exterior comienza, de forma natural, a reflejar ese orden interno. Las condiciones que antes parecían adversas pierden su poder sobre él. Ya no es una víctima de las apariencias, sino un colaborador silencioso en su despliegue.
Para alcanzar este autogobierno es imprescindible una distinción fundamental: no somos nuestros pensamientos, ni tampoco nuestras emociones. Estos son meros instrumentos, herramientas de percepción y expresión que el ser esencial posee. Confundir la identidad con estas herramientas es el origen de toda esclavitud psicológica. Cuando nos identificamos con un pensamiento de miedo o una emoción de ira, les cedemos el control. Nos convertimos en marionetas movidas por los hilos de nuestra propia maquinaria psíquica, que opera casi siempre de forma automática, reactiva, repitiendo patrones aprendidos en el pasado. Este automatismo es la esencia del sufrimiento. La liberación, por el contrario, se encuentra en el simple pero profundo acto de la observación consciente. Al observar un pensamiento sin identificarse con él, al sentir una emoción sin ser arrastrado por ella, se crea un espacio. En ese espacio reside la libertad de elegir una respuesta en lugar de ejecutar una reacción.
Este cambio de perspectiva tiene consecuencias radicales. La transformación del modo en que se perciben las circunstancias no es un efecto secundario del trabajo interior; es su consecuencia directa e inevitable. Al elevar el propio nivel de conciencia, uno no cambia el mundo manifiesto, sino la forma en que este se le presenta. La existencia fenoménica se revela como un espejo increíblemente fiel del observador. Donde antes había problemas, ahora aparecen lecciones. Donde había enemigos, se descubren maestros. Donde reinaba el caos, se empieza a percibir una inteligencia subyacente.
Este proceso de expansión de la conciencia es directamente proporcional a la disolución de esa estructura de reacciones mecánicas que llamamos el yo condicionado. Cada vez que interceptamos un impulso automático, cada vez que elegimos la calma en lugar de la reactividad, cada vez que respondemos desde el centro silencioso de nuestro ser en vez de hacerlo desde la periferia ruidosa de la personalidad, una pequeña parte de esa estructura condicionada se desvanece. Y en el espacio que deja, la luz de la Realidad interior, de una conciencia más amplia y serena, puede por fin brillar e iluminar el mundo de las formas.
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