La Ley de Accidentes gobierna a los inconscientes. Solo la unificación del ser y la presencia despierta nos liberan del caos y el azar.
En el vasto teatro de la existencia, la vida de un ser humano se desenvuelve como un drama escrito por tres autores invisibles, cuyas plumas se entrecruzan y a menudo compiten por el control del guion. El primero es la Ley del Destino, el autor de la necesidad, que traza las grandes líneas argumentales basadas en la inercia de todo lo que ha sido. Es la fuerza de la causalidad inexorable, el eco de cada acción pasada que resuena en el presente y prefigura el futuro. El segundo es la Voluntad Consciente, un autor casi silente, cuya voz es tan infrecuente que su existencia misma parece un mito; es la capacidad de improvisar, de escribir una línea nueva y original que altere fundamentalmente el curso de la obra. Y el tercero, protagonista ruidoso y a menudo trágico de innumerables escenas, es la Ley del Accidente, el autor del caos.
Comprender la naturaleza de esta tercera fuerza es desentrañar uno de los misterios más dolorosos de la condición humana. El accidente no es, como a menudo se cree, una simple ausencia de orden. Es, más bien, la colisión de órdenes diferentes. Imaginemos dos proyectiles, cada uno con su propia trayectoria perfectamente calculada, partiendo de puntos distintos y con propósitos ajenos el uno al otro. Su curso individual obedece a leyes precisas de la física. Sin embargo, si en un punto imprevisto del espacio y el tiempo sus caminos se cruzan, el impacto resultante es, para ambos, un accidente. No estaba escrito en la trayectoria de ninguno de ellos colisionar con el otro; sin embargo, la colisión ocurre. Así opera esta ley en la vida: es la intersección fortuita de cadenas causales que, hasta ese instante, eran independientes. Un individuo camina por la calle, inmerso en la cadena causal de sus pensamientos y su destino personal. En un tejado, una teja suelta, sometida a la cadena causal de la gravedad y el deterioro material, finalmente cede. La convergencia de ambos eventos en un único punto espacio temporal es un accidente. No era el "destino" del individuo ser golpeado, ni el "propósito" de la teja golpearlo. Fue una confluencia de fuerzas ciegas.
¿Por qué, entonces, el ser humano es tan vulnerable a este imperio del azar? La respuesta reside en su estado interno de fragmentación y sueño. Un individuo que no ha trabajado sobre sí mismo no es una unidad, sino una multitud. Su interior es un torbellino de pensamientos contradictorios, emociones fluctuantes e impulsos que tiran en direcciones opuestas. Carece de un centro de gravedad psicológico. Es, en esencia, un objeto poroso, sin una cohesión interna que le otorgue integridad. Esta porosidad es la puerta de entrada a la Ley del Accidente. Al no tener un campo de fuerza unificado, una presencia coherente que lo envuelva, está perpetuamente expuesto a ser atravesado por cualquier línea de fuerza externa que cruce su camino. Es como una casa con todas las puertas y ventanas abiertas en medio de una tormenta; no solo la lluvia destinada a su tejado entrará, sino también el viento, las hojas y cualquier objeto arrastrado por la ventisca.
Gran parte del sufrimiento que se atribuye al destino es, en realidad, el fruto amargo de la inconsciencia operando bajo esta ley. El conductor que, perdido en un ensueño sobre el futuro, no percibe el cambio de luz en el semáforo; el operario que, por un instante de distracción mecánica, comete un error fatal en la maquinaria; el caminante que, absorto en su diálogo interno, tropieza y cae. Estos no son actos del destino. Son fallos en la presencia, lapsos de consciencia que crean una vacante que el caos se apresura a llenar. La inconsciencia es un estado de ausencia, y en un universo dinámico y superpuesto de fuerzas, estar ausente es invitar a la catástrofe. La imprudencia no es un defecto moral, sino un síntoma de un estado de sueño profundo, y los accidentes son el brusco despertar que la realidad impone.
Atribuir cada desgracia a un castigo kármico o a un designio divino es una forma de crueldad que nace de la ignorancia. Si bien la ley de causa y efecto es real y opera tejiendo el destino de cada cual, no posee el monopolio del sufrimiento. El mundo está lleno de dolor contingente, de tragedias que son el resultado de la fricción entre sistemas complejos y seres que se mueven a través de ellos como sonámbulos. El fanatismo que ve en cada enfermo o en cada víctima de un desastre la ejecución de una sentencia cósmica, pasa por alto la inmensa cuota de responsabilidad que recae sobre la falta colectiva de atención, compasión y lucidez. La miseria y la violencia generadas por la negligencia humana no son un plan divino; son un accidente a escala social, una catástrofe nacida de la suma de millones de pequeños estados de sueño.
El camino para trascender esta vulnerabilidad no es un intento fútil de controlar el universo externo, de predecir cada teja que caerá o cada vehículo que se desviará de su curso. Tal empresa es imposible y agotadora. La verdadera liberación se gesta en el mundo interior. Consiste en un trabajo alquímico de unificación del ser. El individuo debe pasar de ser una multitud desorganizada a convertirse en una singularidad consciente. Este proceso implica una auto-observación implacable para identificar y comprender las múltiples facetas del ego que lo mantienen fragmentado. Cada impulso mecánico, cada reacción emocional automática, cada pensamiento parásito es una fisura en la integridad de su ser.
A través de la atención sostenida, de un estado de recuerdo de sí que se cultiva momento a momento, estas fisuras comienzan a sellarse. La energía que antes se disipaba en conflictos internos y ensoñaciones inútiles, se concentra para formar un núcleo coherente, un "cuerpo psicológico" integrado. Este cuerpo no es una fantasía, sino una realidad energética y funcional. Quien lo posee desarrolla una especie de "campo de fuerza" natural. Ya no es poroso. Las cadenas causales ajenas que antes lo atravesaban sin resistencia, ahora son desviadas o repelidas por la densidad de su presencia. No es una protección mágica, sino una consecuencia física de la coherencia interior. Así como un planeta masivo curva el espacio a su alrededor y desvía la trayectoria de los meteoritos, un ser humano integrado y consciente altera sutilmente el campo de probabilidades que lo rodea, volviéndose extraordinariamente "afortunado" o, más precisamente, inmune a la contingencia destructiva.
Esta es la diferencia fundamental entre el ser que "hace" y aquel a quien "le suceden" las cosas. Al segundo, la vida le acontece; es un objeto pasivo a merced de las corrientes del destino y las tempestades del accidente. El primero, en cambio, se convierte en un agente causal por derecho propio. Al actuar desde un centro unificado y consciente, introduce en el mundo una fuerza nueva, una intención que no es una simple reacción al pasado, sino una emanación de su voluntad presente. Ha pasado más allá de la Ley del Accidente no porque los accidentes dejen de existir en el mundo, sino porque él ha dejado de ser un blanco accidental. Navega el océano de la existencia no como un náufrago aferrado a un madero, sino como el capitán de un navío bien construido, capaz de leer las corrientes del destino y de mantener el rumbo firme incluso en medio de la tormenta más caótica. Su seguridad no reside en la calma del mar, sino en la solidez de su barco y en la pericia de su navegación.

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