Existen dos lógicas: el mapa mental del ego y el territorio real de la Consciencia. Descubre cómo pasar de una a otra.
En el vasto viaje hacia el corazón de sí mismo, el buscador encuentra dos guías, dos formas de interpretar el camino que se extiende ante él. Ambas se presentan con el nombre de "lógica", pero son tan distintas como un mapa detallado de una montaña y la experiencia de escalarla. Comprender la naturaleza, la función y los límites de cada una es el primer paso para dejar de ser un viajero perdido que confunde el dibujo con el paisaje. Una es la lógica de la superficie, la herramienta con la que se nace; la otra es la lógica de las profundidades, la sabiduría que debe ser despertada.
La primera lógica, aquella con la que todo ser humano opera desde el inicio de su vida consciente, es la razón de la mente pensante. Es un instrumento de una complejidad y una habilidad asombrosas. Su funcionamiento puede ser comparado con el de un habitante que ha vivido toda su existencia dentro de una torre sellada, provista únicamente de cinco pequeñas ventanas. Estas ventanas son los cinco sentidos. A través de ellas, el habitante percibe fragmentos del mundo exterior: colores y formas por una, sonidos y silencios por otra, texturas, aromas y sabores por las demás. Con esta información fragmentaria e indirecta, el morador de la torre, que es el intelecto, dedica su vida entera a construir un mapa monumental en las paredes interiores de su morada. Dibuja lo que cree que es el sol basándose en la luz que se filtra, traza el curso de un río basándose en el murmullo que llega a sus oídos, e imagina la textura de un árbol basándose en una hoja que el viento hizo entrar por una rendija.
Este mapa es la lógica de la superficie. Es un sistema de creencias, conceptos, teorías y opiniones construido enteramente con los datos que los sentidos le proporcionan. Su error fundamental, su tragedia inherente, no reside en su existencia —pues un mapa puede ser útil—, sino en su olvido de que es solo un mapa. El intelecto, hipnotizado por la belleza y la coherencia interna de su propia creación, llega a creer que el dibujo en la pared es el mundo. Y así, pasa su vida defendiendo la exactitud de su mapa contra otros mapas dibujados en otras torres, discutiendo sobre si el río de su dibujo es más real que el del vecino, sin que ninguno de los dos haya puesto jamás un pie en el agua. Esta lógica no puede, por su propia naturaleza, conocer la Verdad, lo Real, la esencia de la vida. Puede teorizar sobre ello, puede crear conceptos bellísimos acerca de Dios o del Ser, pero son solo nombres añadidos a una sección en blanco de su mapa. Como demostró el filósofo, la razón, cuando intenta ir más allá de los datos de los sentidos, se enreda en contradicciones insolubles, pues intenta medir el océano con una regla de un palmo.
Esta lógica de la superficie es, además, un instrumento sin voluntad propia. Es como un artesano prodigioso capaz de construir cualquier cosa que se le pida, con una destreza lógica impecable. Si se le entregan los materiales del miedo y la desconfianza, construirá una filosofía materialista irrefutable, un castillo lógico donde el espíritu es una ilusión y la vida, un accidente químico. Si, por el contrario, se le proporcionan los materiales de la fe ciega y el anhelo de consuelo, construirá un dogma espiritualista igualmente sólido en su apariencia, una catedral de creencias que exige la sumisión del entendimiento. Puede justificar la guerra y la paz, el amor y el odio, la virtud y el vicio, con el mismo vigor. Esto revela su verdadera naturaleza: no es una brújula que apunta a la verdad, sino una herramienta al servicio de los impulsos más profundos y a menudo inconscientes del individuo, un abogado brillante que defiende la causa de su cliente secreto: el cúmulo de deseos, miedos y apegos que conforman el yo condicionado.
El movimiento natural de esta mente es el de un péndulo. Oscila perpetuamente entre pares de opuestos: tesis y antítesis, placer y dolor, esperanza y desesperación, afirmación y negación. Este vaivén constante destroza la paz interior, fragmenta la energía y mantiene al ser humano en un estado de conflicto perpetuo. El individuo se identifica con un extremo del péndulo, lo llama "mi verdad", y lucha contra quien se identifica con el extremo opuesto, sin darse cuenta de que ambos son parte del mismo mecanismo de oscilación, impulsados por la misma fuerza de la dualidad. La mente de la superficie no conoce el reposo, porque su misma existencia se define por el movimiento y la comparación. Intenta encontrar la felicidad en un extremo, solo para ser arrastrado inevitablemente hacia el otro.
Por todo ello, se dice que esta mente pensante es como un asno o un caballo salvaje. Su fuerza es inmensa, su energía es vital, pero sin un jinete que lo guíe, corre sin rumbo, arrastrando al alma por los precipicios de la angustia y los desiertos de la duda. El viaje del autoconocimiento no consiste en matar a esta montura, pues su fuerza es necesaria para cruzar el desierto, sino en aprender a ser su jinete. Se deben tomar las riendas con la firmeza serena de la voluntad y guiar su poder en la dirección del corazón. La forma más elevada de pensar, por tanto, no es pensar más, o más rápido, sino aprender el arte del silencio interior, saber cómo detener el galope frenético para poder escuchar la voz sutil de la otra lógica.
Más allá del mapa en la pared de la torre, más allá del ruido del péndulo, existe una forma de conocimiento completamente diferente. Es la lógica de las profundidades, la sabiduría de la Consciencia despierta. No se basa en los datos indirectos de los cinco sentidos, sino en los datos directos del Ser. Para acceder a ella, el morador de la torre no debe mejorar sus ventanas ni perfeccionar su mapa; debe encontrar el coraje para abrir una puerta que siempre estuvo allí, aunque oculta tras el tapiz de sus pensamientos, y salir al exterior.
Salir de la torre es el despertar. Es el paso del concepto a la experiencia. Ya no se necesita un dibujo del sol, porque se siente su calor directamente sobre la piel. Ya no se discute sobre la naturaleza del viento, porque su caricia se percibe en el rostro. Esta es la Razón Objetiva, la lógica del corazón. Su vehículo no es el intelecto que analiza y divide, sino la Mente Interior, la facultad de la percepción directa, unida e indivisa.
Esta lógica no funciona procesando información, sino reflejando la realidad. Su naturaleza puede ser comprendida a través de la analogía de un lago profundo y sereno. Mientras los vientos del pensamiento, el deseo y el miedo agitan su superficie, el lago solo puede reflejar imágenes rotas y distorsionadas del cielo. No importa cuán claro sea el cielo; la agitación del agua lo mostrará siempre como un caos. La lógica de la superficie es el estudio de estas olas y reflejos rotos, un intento interminable de reconstruir la imagen del cielo a partir de sus fragmentos danzantes. La lógica de las profundidades, en cambio, se manifiesta cuando los vientos cesan y el lago se calma por completo. En su quietud absoluta, su superficie se convierte en un espejo perfecto que refleja la luna, las estrellas y el firmamento entero sin la más mínima distorsión. La verdad no es algo que se fabrique o se deduzca; es aquello que se revela en el espejo silencioso y limpio de una mente en paz.
El desarrollo de esta facultad superior, por lo tanto, no es un proceso de adquisición, sino de purificación. No se trata de añadir nuevos conocimientos al mapa, sino de limpiar el espejo. Cada prejuicio, cada opinión rígida, cada resentimiento, cada apego, es una capa de polvo o una piedra arrojada al lago que enturbia su capacidad de reflejar. El método para esta limpieza es un proceso de una lógica impecable, un camino de tres pasos que el buscador debe recorrer en el laboratorio de su propia vida. Primero, la observación serena y el descubrimiento: el individuo debe aprender a mirar hacia su propio interior y ver, sin excusas ni justificaciones, las agitaciones de su propio lago, los vientos de su orgullo, la codicia, la ira. Segundo, la comprensión profunda: no basta con ver la ola; es necesario comprender la naturaleza del viento que la causa, entender el mecanismo del miedo que genera la ira, la raíz del vacío que alimenta el deseo. Esta comprensión no es meramente intelectual, sino una visión penetrante que nace del perfecto equilibrio entre el saber y el ser, entre la mente y el corazón. Y tercero, la eliminación consciente: cuando un agregado psicológico, una forma del ego, ha sido observado y comprendido radicalmente, la propia luz de la Consciencia, sostenida sobre él con firmeza, actúa como un fuego que lo consume y disuelve, devolviendo esa energía al lago, que se torna cada vez más sereno y profundo.
Cuando esta lógica superior comienza a despertar, el intelecto no es destruido, sino transformado. El caballo salvaje encuentra a su verdadero jinete. La mente pensante, antes una tirana que generaba sufrimiento, se convierte en una servidora fiel y extraordinariamente eficiente del Espíritu. Su capacidad de análisis, planificación y expresión se pone al servicio de la sabiduría del corazón, permitiendo que la percepción directa de lo Real se traduzca en acciones justas y palabras verdaderas en el mundo. El mapa, antes una prisión, se convierte en una herramienta útil para comunicar a otros viajeros cómo encontrar la puerta de su propia torre.
El puente que une estos dos mundos, el método para pasar de la lógica del error a la lógica de la verdad, es la dialéctica de la Consciencia. Requiere el sacrificio voluntario de la mente inferior en el altar del corazón. El buscador debe aprender a retirar su atención del incesante batallar de los opuestos. Cuando surge un pensamiento, en lugar de identificarse con él o luchar contra él, lo observa como quien mira una nube pasar en el cielo. Cuando se presenta una opinión, en lugar de defenderla, examina su opuesto con la misma imparcialidad. Descubre así que la verdad nunca se encuentra en los extremos del péndulo, en la tesis o en la antítesis, sino en el punto de quietud central desde el cual ambos surgen: la síntesis. La síntesis no es una mezcla de los opuestos, sino la trascendencia de ambos. Un árbol necesita la luz del cielo (tesis) y la oscuridad de la tierra (antítesis) para existir. La vida del árbol, su realidad vibrante, es la síntesis que une y supera a ambos.
A medida que este equilibrio se cultiva y el silencio interior se profundiza, una nueva facultad comienza a florecer en el alma, como una flor de loto que emerge de las aguas quietas del lago. Es la Intuición, la flor de la Inteligencia Real. Su desarrollo también sigue un orden natural y progresivo. Su primer pétalo es la Imaginación Consciente, que no es la fantasía desbocada, sino la capacidad de ver con los ojos del alma, de percibir la realidad simbólica que subyace tras la apariencia de las cosas. Es la misma Clarividencia objetiva. El segundo pétalo es la Inspiración, que es la capacidad de comprender el significado profundo de lo que se ha visto, de interpretar el lenguaje sin palabras del universo, de sentir la melodía que emana de los símbolos. La flor completa es la Intuición pura, la percepción directa e instantánea de la verdad, sin el proceso deprimente del razonamiento o la elección conceptual. Es saber, sin saber cómo se sabe. Es la brújula del Ser que apunta infaliblemente hacia lo Real, la unión final del conocedor y lo conocido.
Así, el camino de la lógica es un viaje de transformación radical: desde la prisión de un mapa mental, construido con los ecos y las sombras del mundo, hasta la libertad de caminar por el territorio vivo de la realidad. Comienza con el acto valiente de cuestionar la autoridad de la propia razón, domando el caballo salvaje del pensamiento incesante. Prosigue con la paciente labor de aquietar las aguas de la mente para que puedan reflejar el cielo. Y culmina en el florecimiento de una sabiduría que no piensa, sino que ve; que no opina, sino que sabe; que no busca la verdad, sino que es una con ella.

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