La Falsa Polaridad: Por Qué Nuestro Mundo Está Roto y No Es por las Razones que Crees

Descubre por qué la 'polarización' es un término erróneo para un conflicto metafísico entre utopías falsas y pragmatismos sin ética.

Se nos ha enseñado a nombrar la enfermedad con la palabra que describe la salud. Creemos que el desgarro del mundo es una "polarización", un simple estiramiento entre dos extremos, sin darnos cuenta de que hemos invocado el nombre de la fuerza creadora —la que da vida al átomo y al cosmos— para describir un choque estéril que solo engendra veneno. La verdadera fractura no reside en los opuestos que se buscan para completarse, sino en dos espejismos de la verdad, dos errores monumentales que se alimentan de su mutuo rechazo, condenándonos a elegir entre una mentira hermosa y una crueldad eficiente.

Se ha instalado en el lenguaje común una confusión fundamental que corrompe el entendimiento de nuestro tiempo. Se habla de un mundo “polarizado” para describir su estado de fractura, sin advertir que se pervierte así una palabra cuyo sentido original apunta a la vida, no a la muerte. La polaridad verdadera, la que observamos en la estructura del universo, es una condición necesaria para que cualquier cosa exista y funcione. El átomo no podría ser sin su núcleo positivo y su electrón negativo; una corriente no fluiría sin sus dos polos; la especie no continuaría sin la unión complementaria de lo masculino y lo femenino. En esta polaridad natural, los opuestos no se anulan, sino que se complementan en una danza creadora. Su tensión es fecunda, su encuentro genera una realidad superior a las partes.

Lo que hoy se nombra erróneamente como polarización es un fenómeno de una naturaleza enteramente distinta. No se trata de polos complementarios que se necesitan para existir, sino de principios irreconciliables que existen en el plano de las ideas. Estamos ante una polaridad metafísica, una división que no tiene su raíz en la estructura funcional de la naturaleza, sino en cosmovisiones abstractas que se definen por la negación absoluta de la otra. Su encuentro no produce armonía ni síntesis, sino un choque estéril cuya única descendencia es el resentimiento, el odio y una reafirmación cada vez más aislada y febril de cada facción en su propio error. A diferencia de dos reactivos químicos que al chocar se transforman en una nueva sustancia, estos polos ideológicos se fortalecen en su propia identidad tras cada colisión, se atrincheran más profundamente en su dogma, y el único producto liberado en la reacción es veneno.

Para comprender la verdadera naturaleza de esta enfermedad espiritual, es necesario examinar la constitución interna de cada uno de estos polos metafísicos. Ninguno de los dos posee la verdad completa, y es precisamente en su carácter incompleto donde reside su poder destructivo.

Por un lado, encontramos una ideología construida sobre relatos seductores y utopías voluntaristas. Promete mundos bellos y perfectos, pero lo hace ignorando por completo la realidad inmutable de la naturaleza humana, las lecciones de la historia y los fundamentos antropológicos de la civilización. Sus propuestas, aunque vestidas con un lenguaje de hermandad y progreso, son profundamente perversas porque se basan en una mentira sobre lo que el ser humano es. Al negar la realidad, sus soluciones no solo fracasan, sino que inevitablemente engendran catástrofes. Es la confusión primordial a la que aludían los antiguos mitos: la voz que promete un paraíso inmediato a cambio de desobedecer las leyes fundamentales de la existencia. Escucharla es perderse, porque su belleza es la de un espejismo que conduce al abismo.

En el extremo opuesto se yergue una visión del mundo que sí parece tener en cuenta la naturaleza humana, que entiende los mecanismos que producen prosperidad y orden material. Este polo se enorgullece de su pragmatismo y de su anclaje en la realidad. Sin embargo, adolece de una carencia igualmente grave: una profunda ausencia de ética. Aunque sus métodos puedan generar riqueza como efecto secundario, su motivación fundamental está contaminada en la raíz. Considera válido que el fin de una acción, como la creación de un negocio, sea el mero egoísmo de acumular dinero. No se percata de que “hacer dinero” es una abstracción que oculta una realidad concreta: transferir la riqueza de otros hacia uno mismo. El propósito primario se convierte en quitar, en extraer, no en servir. Y cuando el fin es egoísta, los medios quedan justificados, sin importar cuán corruptos sean.

Aquí yace una ley espiritual inquebrantable: el fin y los medios están intrínsecamente conectados, tiñéndose el uno al otro. Un fin no ético contamina todo el proceso, por más que el resultado parezca beneficioso. Querer acabar con el hambre en el mundo matando a la mitad de la población es un ejemplo brutal que ilumina la falacia. El resultado final no puede limpiar la atrocidad de los medios. De forma más sutil pero igualmente real, una empresa farmacéutica que cronifica una enfermedad para asegurar un cliente perpetuo, en lugar de curarla, comete un acto de profunda inmoralidad, aunque su discurso hable de salud. Un fabricante que diseña sus productos para que se rompan y así forzar una nueva compra, practica el engaño como modelo de negocio. Una guerra provocada para vender armamento es la expresión máxima de este principio: la prosperidad de unos pocos construida sobre la aniquilación de muchos. El fin —el egoísmo de la ganancia— ha podrido toda la estructura. Lo ético sería que el fin fuese servir, hacer el bien a los demás, y que la ganancia fuese una consecuencia natural de ese servicio.

Así, el conflicto que desgarra al mundo no es una lucha entre el bien y el mal, ni entre la verdad y la mentira. Es el choque estéril entre dos errores monumentales: una utopía hermosa pero falsa, y un realismo cruel pero sin alma. Una miente sobre la naturaleza del hombre; la otra desprecia su dimensión ética. Ambas están equivocadas, ambas son visiones incompletas de la realidad. Y mientras el ser humano se vea forzado a elegir entre una mentira seductora y una verdad sin bondad, la guerra continuará, porque ninguna de las dos puede construir nada que perdure.

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