Descubre por qué ganar el mundo es perder la vida y cómo el verdadero triunfo reside en la liberación espiritual y la muerte del ego.
Desde el instante en que la consciencia individual parpadea por primera vez en este plano de existencia, se le presenta un guión, una directriz casi ineludible grabada en el tejido mismo de la sociedad: es imperativo triunfar. Pero la tragedia no reside en esta aspiración, sino en la colosal y deslumbrante falsificación de su significado. La humanidad, en su estado de sueño predominante, ha erigido un altar a una deidad fraudulenta, un concepto de éxito tejido exclusivamente con los hilos de lo externo y lo superfluo, un tapiz brillante pero terriblemente frágil que oculta un vacío desolador.
Lo que la vasta mayoría de las personas considera el triunfo es, en su esencia más profunda, el arte de decorar con suntuosidad la propia celda en la prisión del ego. Constituye el esfuerzo incesante de la personalidad —esa máscara temporal, ese "yo" que se experimenta como separado de todo lo demás— por autovalidarse, por gritar su existencia al mundo y sentirse real, seguro y valioso a través de la acumulación febril de símbolos. Este es el "mundo" que se nos enseña a ganar, un reino de sombras y reflejos que confundimos con la luz.
Observemos con detenimiento estos trofeos de la ilusión, estos ídolos de barro dorado. Está la Riqueza Material, que trasciende con mucho la digna necesidad de seguridad. Se manifiesta como la opulencia que grita, las mansiones con salones donde resuena el eco de la soledad, los yates que surcan mares de hastío, las colecciones de automóviles que no pueden conducir a su dueño ni un milímetro más cerca de la paz interior. La ropa de marcas exclusivas viste un cuerpo, pero no puede abrigar un alma aterida. La riqueza se convierte así en una métrica, en la puntuación de un juego absurdo donde el número más alto se confunde con la felicidad, cuando en realidad solo mide la profundidad del apego a lo perecedero.
Luego está el Poder y la Fama, esa embriaguez del control, esa sed por influir en las vidas ajenas. El alto ejecutivo que decide el destino de miles con un trazo de su pluma, el político cuyo nombre es coreado en parlamentos y plazas, la celebridad adorada por multitudes anónimas que proyectan en ella sus anhelos insatisfechos. Este "triunfo" se alimenta del aplauso, del reconocimiento, de la reverencia externa. Es un trono inestable, construido sobre la arena movediza de la opinión pública, susceptible de derrumbarse con el más mínimo cambio de viento. El ego se hincha con cada titular, con cada mención, pero vive en un pánico constante a la insignificancia, al olvido, a ser un rostro más en la multitud.
Le sigue el Estatus y el Prestigio, las etiquetas que nos colgamos como medallas para definir quiénes creemos ser: el "Doctor", el "CEO", el "artista galardonado". Es la pertenencia a círculos exclusivos, el acceso a lugares vedados para otros, el poseer los contactos "correctos". Se trata de una jerarquía artificial donde el valor de un ser humano se mide por su título o su linaje, no por la calidad de su consciencia. Este éxito es una armadura brillante y pesada que esconde a un ser frágil, aterrorizado por la idea de no ser "suficiente" sin ella.
Finalmente, encontramos la Perfección Física y el Hedonismo, que es la idolatría del vehículo temporal, del avatar carnal. La obsesión por una juventud que se escapa, la lucha encarnizada contra cada arruga como si fuera una derrota personal, el culto al gimnasio no por salud, sino por una estética que busca la aprobación ajena. Es la búsqueda incesante de placer sensorial, una carrera frenética para llenar el vacío interior con estímulos externos, con viajes, sabores y fiestas que solo sirven como distracción momentánea del susurro insistente del alma que pregunta: "¿Y esto es todo?".
Todos estos "triunfos" comparten una naturaleza trágica: son efímeros, condicionales y completamente externos. Dependen del mundo, de los demás, de las circunstancias siempre cambiantes. Son castillos de arena que la marea del tiempo y la adversidad inevitablemente barrerán. Quien basa su vida en ellos, vive en un estado de ansiedad perpetua, defendiendo lo indefendible, aferrándose a lo impermanente, ignorando que está construyendo su casa sobre un terreno que se hunde.
Es aquí, en medio de este deslumbrante carnaval de la vanidad, donde una sabiduría ancestral rasga el velo con una claridad fulminante. La frase del Maestro Jesús, contenida en el evangelio de Mateo, no es una simple paradoja religiosa; es la fórmula maestra de la alquimia espiritual, la clave que desvela el propósito último de la existencia humana.
"Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará. Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?"
Analicemos estas palabras desde la perspectiva trascendental que les corresponde. "Salvar su vida" no se refiere a la supervivencia del cuerpo físico. Se refiere a la desesperada empresa de salvar la vida del ego. Es el esfuerzo constante por proteger, engrandecer, alimentar y perpetuar esa falsa identidad, ese pequeño "yo" que se define por todo lo que hemos descrito: su riqueza, su fama, su estatus, su imagen. Es el intento de hacer permanente la máscara, de solidificar la personalidad construida con los ladrillos del mundo.
Y la consecuencia es inevitable: "...la perderá". Al dedicar toda la energía vital, toda la atención, todo el fuego del anhelo a construir y defender esta fortaleza del ego, se está perdiendo la verdadera Vida. Se está perdiendo la conexión con el Ser Superior, con el Alma, con esa Chispa de la Consciencia Universal que reside en lo más profundo de cada uno. Se está desperdiciando una encarnación preciosa en la persecución de fantasmas, completamente desconectado del propósito real. Quien se afana en este proyecto no solo no está triunfando; está fracasando de la manera más absoluta en la única empresa que verdaderamente importa. La vida que cree estar salvando es precisamente la jaula que lo aprisiona y lo aleja de la Realidad.
"Perder su vida por causa de mí" es, por contraste, el acto más heroico que un ser humano puede acometer. "Perder su vida" es la muerte mística del ego. Es el proceso consciente y voluntario de desidentificarse de todo lo externo y transitorio. Es dejar de decir "yo soy mi trabajo, yo soy mi cuenta bancaria, yo soy mi reputación" para empezar a experimentar el "Soy lo que Soy" que existe más allá de toda definición. El "por causa de mí" no apunta a una figura histórica externa, sino al Principio Crístico Interno, a la Consciencia despierta, a nuestra verdadera naturaleza divina. Es la rendición del pequeño yo ante el Ser Inmenso que verdaderamente somos.
Y la recompensa de esta rendición es el hallazgo supremo: "...la hallará". Cuando el ego, con su ruido incesante de miedos, deseos y ambiciones, comienza a disolverse, lo que emerge es la Verdadera Vida. Se halla la paz que no depende de las circunstancias externas. Se halla el amor incondicional que brota desde adentro y no necesita ser validado. Se halla una alegría serena que no es la euforia pasajera de un logro mundano, sino el estado natural del Ser. Se halla la libertad absoluta de la consciencia, liberada para siempre de las cadenas de la aprobación y el miedo. Este, y no otro, es el verdadero triunfo.
El éxito real, por lo tanto, no es una adquisición, sino una realización; no es algo que se gana, sino algo que se descubre cuando se tiene el valor de soltar todo lo demás. Es una alquimia interior que transmuta el plomo del ego en el oro del Espíritu. Se manifiesta en la liberación de la consciencia, en el despertar del sueño de la materia, en la eliminación de esa identidad postiza y en la elevación de nuestra vibración personal del miedo al amor.
La pregunta final del versículo actúa como la auditoría cósmica definitiva: "¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?". Puedes acumular todos los tesoros de la Tierra, gobernar imperios, tener tu nombre inscrito en los anales de la historia, pero si al final de tu viaje no has conocido tu verdadera naturaleza, si tu consciencia no ha despertado, si has permanecido esclavo de tus propios agregados psicológicos, entonces lo has perdido todo. Has intercambiado el oro infinito del Ser por el oropel del mundo. Has vendido tu herencia divina por un plato de lentejas.
El propósito fundamental de la vida no es convertirse en "alguien" importante en el escenario del mundo, sino en darse cuenta de que ya se es parte inseparable del Todo en el teatro del universo. El éxito no es una escalada hacia la cima de una pirámide social, sino una inmersión valiente y profunda en el océano infinito de nuestro propio ser interior. Por eso, el único triunfo verdaderamente necesario es el despojo de todo lo que no somos para, finalmente, hallar esa Vida imperecedera, esa Alma inmortal, que es nuestra única y verdadera herencia. Ese es el único éxito que tiene un valor real, eterno y trascendente.

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