El estado Crístico es el umbral mínimo de consciencia para entrar al Cielo, logrado al eliminar el ego a través de la auto-observación.
Antes de que las palabras dividieran el mundo en Oriente y Occidente, antes de que los dogmas erigieran murallas entre las sendas espirituales, existía una única verdad susurrada en el silencio del corazón humano: la promesa de un despertar. Es la historia de una metamorfosis radical, un viaje desde la prisión de la multiplicidad hacia la libertad de la unidad, donde el destino final no es adorar a un salvador, sino convertirse en la salvación misma.
En la inmensa sinfonía de la búsqueda espiritual humana, las melodías de Oriente y Occidente, aunque distintas en su instrumentación, convergen en una misma y sobrecogedora armonía. Oriente nos habla del Iluminado, de aquel que, a través de una disciplina inquebrantable, ha despertado de la pesadilla del sufrimiento cíclico. Es el ser que ha extinguido las llamas del deseo y ha desmantelado la arquitectura de la ignorancia, alcanzando un estado de liberación donde la consciencia se reconoce a sí misma, desnuda de la ilusión de un "yo" separado. Occidente, por su parte, en sus corrientes más profundas y esotéricas, nos presenta la figura del Cristo. Aquí, es fundamental realizar una distinción que lo cambia todo: separar al hombre, Jesús, del principio cósmico y universal que él encarnó de manera superlativa: el Cristo. El Cristo no es, en su esencia, una individualidad histórica, sino un estado del Ser, una frecuencia vibratoria, la inteligencia activa del universo manifestada. Es la encarnación del amor sabio, la verdad en acción.
Vistos a través de esta lente interior, el Iluminado y el Cristo dejan de ser arquetipos culturales para revelarse como sinónimos de una misma y única realización trascendental. Ambos representan la cima de la alquimia interior, la culminación de la Gran Obra: la muerte absoluta de todo lo que es falso, transitorio y reactivo dentro de nosotros, y el nacimiento simultáneo de lo Real, lo permanente y lo solar. Son el puente viviente, forjado en el fuego de la propia transformación, que conecta la orilla de lo humano con el continente de lo divino.
Las sendas espirituales populares a menudo han reducido la entrada a las dimensiones superiores, al "Cielo", a un simple acto de fe o a la adhesión a un credo. Sin embargo, las leyes que rigen el cosmos son tan impersonales y precisas como las de la física. La entrada al Reino de los Cielos —entendido no como una geografía post-mortem, sino como un estado vibracional de existencia, una dimensión de armonía y lucidez inefables— es un asunto de compatibilidad ontológica, de semejanza en la esencia. Aquí se erige una ley de una claridad diamantina: el estado Crístico es el mínimo estado de consciencia admisible para entrar al Cielo. No se trata de un ideal para unos pocos elegidos, ni de un nivel de santidad opcional; es el requisito fundamental, el pasaporte indispensable. Menos que el estado Crístico, no se puede franquear el umbral. Para poder existir de forma natural en esas esferas de luz pura, lo mínimo que se necesita es ser un Cristo. Una consciencia fragmentada y lastrada por la ira, la codicia, el orgullo o la envidia es, por su propia naturaleza vibratoria, incompatible con una dimensión de unidad y amor. Sería como intentar sintonizar el ruido blanco de la estática en la frecuencia silenciosa y perfecta de una sinfonía cósmica. Simplemente, no puede coexistir.
Por lo tanto, la liberación del "infierno" —que no es un lugar de castigo eterno, sino la cristalización dimensional de nuestros propios estados psicológicos inferiores— no es un don que se recibe, sino una consecuencia inevitable de una metamorfosis interior radical y completa. El camino hacia esa metamorfosis, hacia la Cristificación, exige el cumplimiento de dos procesos monumentales que son, en realidad, las dos caras de una misma moneda.
Primero, la eliminación total y absoluta de los agregados psicológicos. El ser humano ordinario no es uno, sino muchos. Su interior es un campo de batalla donde una legión de impulsos contradictorios lucha por el control del cuerpo y la mente. Estos son los agregados: el fragmento de consciencia atrapado en la ira que odia, el que está encapsulado en la envidia que sufre ante el bien ajeno, el que se revuelca en la lujuria que reduce al otro a un objeto. Para convertirse en un Cristo, es imperativo desintegrar hasta la última raíz de cada uno de estos condicionamientos. El método para esta disolución no reside en una fuerza externa, sino en el poder ígneo de la propia consciencia atenta. A través de una auto-observación implacable y honesta, el aspirante aprende a ver estos mecanismos en tiempo real, dentro de su propia psicología. En el momento en que un agregado —la impaciencia, el resentimiento, la autocompasión— es observado sin juicio, sin identificación, sin justificación y sin escape, la luz de la consciencia lo ilumina por completo. Un agregado psicológico es una formación de energía que se alimenta de la inconsciencia; vive en la oscuridad. Cuando la luz de una atención sostenida se posa sobre él, se le corta su sustento. Al ser visto clara y repetidamente, pierde su poder, se debilita y, finalmente, se va desintegrando solo, como una sombra que se desvanece bajo el sol del mediodía. Es un trabajo minucioso, átomo por átomo, que debe llevarse a cabo hasta que la psiquis quede completamente limpia, transparente, como un cristal perfecto.
Segundo, y como consecuencia de lo anterior, se produce el nacimiento en los cuerpos superiores. El individuo nace con un cuerpo físico denso, pero sus vehículos internos —los que le permitirían experimentar conscientemente las dimensiones superiores— son meramente embrionarios, fantasmales. El "Nacimiento Segundo" es un proceso alquímico real, la creación deliberada de estos cuerpos de naturaleza energética superior, a menudo llamados "Cuerpos Solares". Son el resultado de la transmutación inteligente de las energías más potentes del organismo. Estos vehículos son el "traje de bodas del alma", la estructura permanente y consciente capaz de albergar la formidable energía del Cristo y de actuar con plena lucidez en los mundos internos. Sin ellos, el alma está "desnuda" e incapacitada para participar en el "banquete del Padre".
Fue precisamente cuando el gran Maestro Jesús de Nazaret hubo completado esta doble y heroica labor interior —la aniquilación de lo ilusorio y la creación de lo verdadero— que se convirtió en un recipiente perfecto para esa fuerza cósmica. Desde ese instante, ya no hablaba el hombre, el individuo, sino el Principio Universal a través de él. Sus palabras ya no eran opiniones, sino decretos de una ley cósmica. Es en este estado de encarnación viviente del Cristo que debemos comprender la profundidad insondable de su declaración:
"Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí." (Juan 14:6)
Al pronunciar esta frase, no estaba hablando el ego personal de Jesús. De hecho, ya no había tal ego. Estaba hablando la Consciencia Crística, la realidad universal que había florecido en su interior. El "Yo soy" de esta frase no es el "yo" de la personalidad, sino el "YO SOY" del Ser, la afirmación de la existencia pura. "El camino" no es seguir a una persona, sino recorrer el mismo proceso interior de purificación y nacimiento. "La verdad" no es un conjunto de dogmas, sino la experiencia directa de la realidad que se revela cuando se quitan los filtros del ego. "La vida" es la existencia consciente y eterna que reemplaza a la vida mecánica y mortal.
Y la cláusula final, "nadie viene al Padre, sino por mí", es la enunciación de la ley que hemos explorado. El "Padre" es la Fuente Última, el Absoluto inmanifestado. "Por mí" no significa "a través de mi persona histórica", sino "a través de la encarnación del estado Crístico". La frase, por tanto, revela una verdad universal y atemporal: absolutamente nadie entra en las dimensiones de la felicidad, en el seno del Padre, si primero no se convierte en un Cristo. Es una condición de la existencia misma. La salvación no es un acto de creer en un Cristo externo, sino el trabajo titánico de forjar al Cristo en el propio corazón. Ese, y solo ese, es el camino, la verdad y la vida.
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