El discernimiento es el Ojo del Alma, la facultad de reconocer la verdad por resonancia interior y disolver la ilusión con luz consciente.
En el vasto y a menudo confuso peregrinaje del alma, donde las verdades se visten con los ropajes de la mentira y las ilusiones se presentan con la autoridad de lo real, existe una facultad soberana, un sentido interior más crucial que la vista o el oído. Hablamos del Discernimiento. No del discernimiento común, ese cálculo rápido y frío del intelecto que sopesa ventajas y desventajas, sino de su octava superior: una percepción directa, una resonancia del Ser que conoce la verdad no porque la deduzca, sino porque la reconoce como a su propia naturaleza. Este discernimiento no es una herramienta que se usa; es un estado de afinación que se alcanza. Es el Ojo del Alma abriéndose en la quietud del corazón.
El error fundamental del buscador novicio es creer que esta facultad reside en la mente. La mente inferior, con su archivo de experiencias pasadas, sus prejuicios y sus miedos, es un espejo distorsionado. Puede analizar, comparar, categorizar y juzgar, pero no puede ver. Su función es procesar el mundo de las formas, y el discernimiento espiritual se ocupa de la esencia que subyace a toda forma. Por ello, el primer acto de verdadero discernimiento es discernir los límites de la propia mente. Es comprender que la brújula no puede estar hecha del mismo metal que las incontables distracciones magnéticas del mundo. La brújula debe responder a una estrella polar, a un norte inmutable que está más allá del paisaje cambiante de nuestros pensamientos y emociones.
El campo de batalla donde se forja esta espada de luz es el propio universo interior. Allí, dos voces contienden incesantemente por el trono de nuestra atención. Una es el clamor del agregado psicológico, del conjunto de condicionamientos que llamamos "personalidad". Esta voz es siempre ruidosa, urgente, teñida de emoción. Habla el lenguaje del miedo ("¿y si me equivoco?"), del deseo ("esto me dará felicidad"), del orgullo ("yo sé más") y de la autocompasión ("pobre de mí"). Se alimenta del pasado y proyecta ansiedad sobre el futuro. Su consejo, aunque parezca lógico, siempre conduce a la contracción, a la defensa, a la separación. La otra voz es un susurro. Es la Voz del Silencio, la intuición del Ser profundo. No argumenta, simplemente es. Su comunicación no es verbal, sino un sentir expansivo, una certeza serena que inunda el pecho de paz, incluso si su indicación desafía toda lógica mundana. No promete placer, pero confiere una profunda sensación de corrección, de alineamiento. Aprender a distinguir el estruendo de la primera del eco sutil de la segunda es el entrenamiento esencial del aspirante.
Esta capacidad de distinción no es meramente psicológica; es fundamentalmente vibracional. Toda enseñanza, toda persona, todo lugar, emite una frecuencia particular, una "nota" fundamental que el Ojo del Alma puede percibir directamente. Una enseñanza basada en la verdad resuena con una vibración de libertad, de expansión, de amor impersonal. No crea dependencia hacia un mensajero, sino que devuelve el poder y la responsabilidad al individuo. Por el contrario, una enseñanza corrupta, aun vestida con las palabras más sublimes, emite una frecuencia de control, de miedo sutil, de exclusividad y de culto a la forma o a la personalidad del instructor. El discernimiento, entonces, se convierte en un diapasón interior que vibra en armonía con lo verdadero y permanece inerte, o incluso siente una disonancia, ante lo falso. No necesita analizar el contenido de las palabras; siente la intención y el origen de la vibración que las impulsa.
La aplicación más elevada y difícil de esta facultad es la alquimia interior, el Gran Trabajo de la transmutación de uno mismo. Aquí, el discernimiento se convierte en el agente de la separatio, la función de separar lo sutil de lo denso dentro de nuestra propia psique. Es el acto de observar un pensamiento de ira emergiendo y, en lugar de identificarse con él, discernir su raíz: ¿es una defensa del orgullo herido, un eco de una injusticia pasada, una reacción mecánica aprendida? Este es el primer paso: la comprensión y confrontación radical. No se juzga al pensamiento, no se le reprime; se le ilumina con la luz de la atención imparcial. El discernimiento corta el lazo hipnótico que nos une a nuestras reacciones.
El segundo movimiento de esta alquimia es la lucidez sostenida. Una vez que el patrón ha sido identificado con la claridad de la espada del discernimiento, se le mantiene en el campo de la consciencia deliberadamente, sin permitir que la mente lo justifique, lo adorne o escape de su visión. Es sostener la mirada a la propia sombra, con una sinceridad implacable pero desprovista de culpa. Es ver el mecanismo del deseo, del resentimiento o de la pereza en plena operación, como un científico observa un proceso en su laboratorio, sin intervenir, solo observando con total atención.
Es aquí donde ocurre el misterio. La disolución por consciencia. La luz de una atención enfocada y sostenida, que es en sí misma una emanación del Ser, actúa como un fuego purificador. El agregado psicológico, que es una entidad hecha de sombras y de falta de consciencia, no puede sobrevivir a la exposición prolongada a esa luz. Se desintegra, no por lucha, sino por la simple y poderosa presencia de una visión clara. El discernimiento no combate la oscuridad; la revela, y al revelarla, permite que la luz la disuelva.
Cultivar esta facultad exige disciplina. Requiere crear espacios de silencio interior a través de la meditación, pues solo en la quietud puede el susurro del Ser ser oído. Exige una purificación de los vehículos, pues un cuerpo intoxicado o unas emociones en perpetua tempestad nublan el espejo de la percepción. Demanda, por encima de todo, una honestidad brutal con uno mismo, la voluntad de ver lo que es, en lugar de lo que nos gustaría que fuera. El discernimiento florece en un corazón que anhela la verdad por encima de la comodidad, de la seguridad o de la aprobación externa.
Así, esta facultad suprema nos guía a través del laberinto de la existencia. Nos permite elegir al guía correcto, asimilar la enseñanza pura, navegar los mundos internos con seguridad y, lo más importante, nos da la clave para desmantelar la prisión que hemos construido en nuestro propio interior. No es un don místico reservado para unos pocos elegidos, sino el derecho de nacimiento de toda alma que se atreve a mirar hacia adentro con la intención inquebrantable de despertar. Es el principio y el fin del camino: la capacidad de separar lo Real de lo ilusorio, hasta que solo lo Real permanece.
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