Descubre por qué la China comunista es un paraíso fiscal para herederos, un sistema que prioriza el capital familiar sobre todo.
En el gran teatro de la economía global, donde las naciones se visten con los ropajes de la ideología, China interpreta el papel más desconcertante. Bajo la escenografía de un poder comunista, se oculta un guion de una devoción casi sagrada al linaje y al capital. Este ensayo descorre el telón para revelar una de sus escenas más cruciales y menos comprendidas: el acto de la herencia, un traspaso de poder económico que, en contra de toda expectativa, se realiza sin la menor intervención del recaudador, como un río ancestral cuyo caudal el emperador ha decidido no gravar jamás.
Pocas ironías de la geopolítica moderna son tan inmensas o tan reveladoras como la que se anida en el código fiscal de la República Popular China. En la nación gobernada por el partido que lleva por estandarte la hoz y el martillo, la transmisión de la riqueza de una generación a la siguiente es un acto casi sagrado, un ritual económico completamente libre de la intromisión del Estado. China no tiene un impuesto de sucesiones. Esta no es una omisión casual ni una laguna jurídica, sino un pilar arquitectónico de su sistema, una decisión política deliberada que ilumina la verdadera naturaleza de su motor económico con la crudeza de un relámpago, revelando un paisaje que tiene mucho más en común con el fervor meritocrático que con cualquier doctrina de redistribución colectiva. Es un santuario para el patrimonio familiar, un espacio donde el legado material es inviolable.
Para descifrar este aparente enigma, es preciso abandonar la lente occidental del individualismo y comprender que la unidad fundamental de la sociedad china no es la persona, sino el linaje. La familia opera como una corporación dinástica, una empresa cuyo horizonte temporal no se mide en trimestres fiscales, sino en generaciones. Dentro de este marco, el ahorro adquiere una dimensión casi espiritual. No se trata de la simple prudencia de guardar para la propia vejez, sino de un sacrificio estratégico, la renuncia al goce presente para construir una plataforma de lanzamiento más elevada para los descendientes. El patrimonio acumulado no es el final de una vida de trabajo; es el principio de la siguiente. La idea, tan extendida en las sociedades opulentas de Occidente, de que "la herencia es un mal cálculo", resultaría incomprensible. En China, la herencia es el cálculo, la ecuación central de la existencia económica, y su optimización, el deber supremo.
Esta filosofía colectiva encuentra su más potente expresión en el tratamiento de la riqueza acumulada, un principio que el propio Estado ha consagrado. Cuando Deng Xiaoping pronunció su sentencia histórica, "enriquecerse es glorioso", no solo estaba abriendo las compuertas del mercado, sino que estaba bendiciendo la ambición familiar como un motor de prosperidad nacional. Esta nueva fe se grabó en la piedra constitucional, donde se protege no solo la propiedad privada, sino explícitamente el derecho a heredarla. Es un pacto tácito: el Estado proporciona la arena para la creación de fortuna y, a cambio, las familias la consolidarán y la proyectarán hacia el futuro, fortaleciendo el tejido económico desde su célula más básica. El gobierno, en esta transferencia vital, se hace a un lado.
El paisaje actual contrasta violentamente con el invierno económico de la era maoísta. Tras la revolución, el concepto mismo de patrimonio personal fue pulverizado. En un mundo donde la tierra, las herramientas y las fábricas pertenecían al colectivo, heredar algo de valor era una imposibilidad práctica. Se vivía bajo una suerte de impuesto de sucesiones implícito y total: al no poseer nada, se legaba nada. Fue un experimento de igualdad nivelada por lo bajo que congeló durante décadas la energía latente de la capitalización intergeneracional. La ruptura con ese pasado fue absoluta. Cuando la propiedad privada resurgió de sus cenizas, necesitaba un marco para su transmisión. La Ley de Sucesiones de 1985 llegó para cumplir esa función, pero su naturaleza es a menudo malinterpretada: es un código de derecho civil, no un estatuto fiscal. Actúa como un mapa de carreteras que dirige el flujo de bienes del fallecido a sus herederos, pero en su diseño se omitió deliberadamente la construcción de cualquier aduana estatal. Años más tarde, ante el debate sobre la creciente desigualdad, se esbozó un proyecto para instaurar un gravamen, pero la idea fue discretamente abandonada, testimonio de una decisión consciente de no perturbar el ciclo.
El mecanismo en la práctica es de una simplicidad pasmosa. Cuando los herederos reclaman el patrimonio —ya sea un conglomerado industrial, una cuenta bancaria abultada o la propiedad intelectual de una aplicación exitosa—, la agencia tributaria nacional es una espectadora silenciosa. La única fricción económica que pueden encontrar son las tasas administrativas locales al registrar un cambio de titularidad de un inmueble. Pero esto es análogo a la tarifa que se paga en una oficina de tráfico para poner un coche a nombre de otra persona; es un cobro por un servicio burocrático, no una porción del valor del vehículo. Ya sea un modesto apartamento o una mansión de lujo, la tasa es un peaje simbólico, no un impuesto confiscatorio. Para el resto de los activos, el trasvase es puro, sin mermas ni retenciones. La riqueza pasa de una mano a otra con la fluidez del agua.
Esta política sitúa a China en una posición singularmente paradójica en el tablero global. Mientras Estados Unidos debate la moralidad y la eficacia de su Estate Tax y las socialdemocracias europeas utilizan los impuestos sucesorios para engrasar la maquinaria de sus estados de bienestar, el régimen de Pekín se muestra más papista que el Papa en su defensa del capital heredado. La ironía se agudiza al observar que enclaves capitalistas por antonomasia como Hong Kong y Macao sí mantuvieron impuestos sobre la herencia hasta hace relativamente poco. Taiwán, por su parte, lo conserva. La China continental emerge así como un bastión inesperado de la continuidad patrimonial, un sistema que en este aspecto concreto es fiscalmente más liberal que sus competidores más declaradamente capitalistas.
Este hecho por sí solo debería demoler la caricatura de una China socialista y redistributiva. Un Estado verdaderamente comprometido con la nivelación social vería en las grandes fortunas transferidas una veta dorada para financiar programas públicos. Pero la lógica que impera es otra. El sistema chino está calibrado para la máxima acumulación, bajo la premisa de que gravar el legado es un acto de sabotaje económico. Se entiende que tal impuesto enfría el afán de ahorro a largo plazo y fomenta el dispendio, una conducta que atenta contra el ethos de la capitalización. Al garantizar que el fruto del esfuerzo pasará intacto, se envía una señal inequívoca: construid, invertid, acumulad, pues vuestra estirpe recogerá la cosecha completa.
Aquí yace una profunda divergencia filosófica sobre el significado de la justicia. La tradición occidental a menudo ve la herencia como una distorsión de la igualdad de oportunidades, un privilegio que confiere una ventaja de salida injusta. El pragmatismo chino resuelve esta tensión decantándose por la causa en lugar del efecto. Si a una generación se le garantiza la libertad de competir y triunfar, cercenar su derecho a legar ese triunfo a sus hijos es, en esencia, romper la promesa original. Es penalizar el éxito en nombre de una igualdad teórica para la siguiente cohorte. China ha hecho su apuesta: el derecho de los padres a cimentar el porvenir de sus hijos prevalece sobre el ideal de una línea de salida uniforme.
Sin embargo, el sistema se enfrenta ahora a su propia contradicción. El motor de ahorro masivo que impulsó el milagro económico se ha convertido en un freno para la transición hacia una economía de consumo interno. El gobierno necesita que sus ciudadanos abran la cartera, pero décadas de cultura y política fiscal los han programado para lo contrario. Instaurar ahora un impuesto de sucesiones podría parecer la palanca idónea para forzar el gasto entre las generaciones mayores, pero sería un juego de alto riesgo. Podría desatar una fuga de capitales y, más grave aún, dañar el software cultural del ahorro que ha demostrado ser tan prodigiosamente productivo. Es un dilema formidable: la medicina que podría curar el bajo consumo amenaza con matar al paciente que construyó la prosperidad.
Al final, la ausencia de este impuesto no es una anomalía, sino la expresión más pura de un contrato social y una visión del mundo. Es el eco moderno del antiguo proverbio que aconseja "criar hijos para la vejez y almacenar grano para el hambre". En la China contemporánea, el capital es el grano, y la herencia es el método para asegurar que los silos familiares no solo resistan el paso del tiempo, sino que rebosen para las generaciones venideras. El Estado, lejos de intervenir, observa y bendice este ciclo, pues entiende que la fortaleza de innumerables dinastías económicas es, en última instancia, la fortaleza del propio dragón.
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